La capacidad de los EE.UU. para revolucionarse no deja de asombrar. El triunfo de Obama encarna esa tradición que hace de la Unión un paradigma, ejemplo para la humanidad. El cuestionamiento sistemático, la capacidad de corrección sobre la marcha, de transformar dificultades en oportunidad son constantes en el experimento democrático desatado en 1776. El resultado de Obama implica no sólo el reconocimiento de ese modelo revolucionario del siglo XVIII, sino además la derrota de una impronta caricaturesca sin que caiga una sola piedra del muro institucional.
Las multitudes en las calles evocaron los momentos más sublimes y de repente la nación parecía estar viviendo la llegada de las tropas que derrotaron al fascismo en Europa o el regreso de Armstrong de la Luna. Más imágenes para el archivo: hoy estoy reconciliado con el suelo que piso. Hubo revolución y no cayó el muro: en veinticuatro horas cambió todo, y todo sigue en su lugar. Hace tan sólo cuatro años arrasaba Bush en las urnas pintado como Tatanka Yotanka para la guerra; el tono entonces era otro, otras las caras, las consignas: otras. A poco de saberse los resultados del martes, una multitud se aproximó hasta las rejas de la Casa Blanca para recordarle a Yotanka su condición de inquilino; otros miles llegaron a Times Square, no ya para celebrar el comienzo de año, sino el fin de una era, de un modo de decir las cosas. Las cámaras retrataron los gestos, y entre la multitud ninguno parecía encarnar el desafío prepotente del plomero Joe y nadie recordaba al robusto Schwarzenegger junto a McCain, ni a Cristina-de-Alaska. Entonces apareció Goliat frente a decenas de miles para inaugurar el siglo con aplomo de profeta. Algo fundamental cambió esta noche, la palabra volvió a ser omnipotente; y tal vez eso se deba –en parte– a que la gente ya no es la misma a la que Piero pudo cantarle, y es justo que así sea. Las instituciones, en cambio, están hoy más firmes que nunca y seguirán allí para garantizar el éxito de la revolución permanente.
*Cineasta y periodista.