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Asuntos internos

La risa y las objeciones

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

El hombre se ríe de lo que se ríe. Vale decir, no es capaz de decidir de qué puede reírse y de qué no. La risa en ese aspecto se parece al grito: a veces se le escapa. Denota una absoluta ignorancia en lo relativo al alma humana suponer que el hombre puede reír de ciertas cosas y voluntariamente contener la risa y hacer como si nada pasase. Hay una cierta pretensión de que la risa se reprima, como un eructo. Hay gente que a fuerza de práctica consigue hacerlo, es cierto, pero no menos cierto es que hay mucha gente a la que la más seria y concienzuda práctica no sirvió de mucho, y cada vez que la ocasión se presenta eructa sonoramente –y pide disculpas de inmediato, con sonoridad equivalente–.

Como siempre ocurre, todo lo que podamos entrever o adivinar relacionado con determinado proceso ya fue en el pasado analizado por otro. Henri Bergson dedicó un trabajo a la significación de lo cómico: La risa. Suele criticársele al que opina la invención de tesis o teorías que ya fueron analizadas y explicadas con anterioridad, lo que equivale a recriminarle a Elias Canetti haberse ocupado de las masas haciendo caso omiso de las teorías de Le Bon, Freud y Marx, que las habían analizado y explicado con anterioridad. Esto viene a cuento anticipándome a la posible crítica que dice que debería haber leído el libro de Bergson antes de ponerme a escribir, cosa que no pienso hacer ni siquiera después de escribir. Basta saber que existe e invitar a los lectores a que se nutran de él. Yo no lo leí y no me gustó. 

En cambio leí oportunamente y me gustó mucho Masa y poder, de Canetti. No solo eso: también oportunamente leí una conversación entre Theodor W. Adorno (el nombre que, según Cortázar, deberían tener todos los gatos) y Canetti a propósito de Masa y poder, libro que Adorno había detestado. No recuerdo los argumentos de uno y otro; lo que sí recuerdo es la impresión, al leer, de estar asistiendo a un ritual felino de pelea, en el que dos contrincantes se analizan y apenas, cada tanto, lanzan un manotazo inofensivo, solo para dejar en claro lo que, si quisiera, estaría dispuesto a hacer. Adorno y Canetti dialogaban siguiendo las reglas férreas de un ritual civilizado y formal, uno haciendo objeciones, el otro refutándolas; uno señalando los grandísimos aciertos del libro, para luego descargar una crítica demoledora, y el otro oyendo en silencio para, llegado el momento, alabar la atenta lectura y deslizar un: “Sin embargo...”.

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En ningún momento de la charla, a Canetti o a Adorno se les ocurre decir que algo que su interlocutor acaba de decir no debía ser dicho, simplemente porque, al igual que la risa, las objeciones están ahí, demostrando su existencia, autoafirmándose en su inmaterialidad sonora, haciéndose oír. Lo que ocurre con la risa es que su explosión atenta contra la buena educación, pero no se puede pretender ser inmaculada y perpetuamente educado. Es el estallido de la risa lo que ofende, lo que perturba. El estallido nunca es proporcionado, bien articulado: es como un eco que intenta reproducirse sin control, sin contención, sin freno. Y como el eco, no se reproduce infinitamente: se agota, se apaga. La risa, por más individual que sea, siempre es la risa de un grupo. Cuando el hombre ríe, de lo que sea, ríen muchos, aunque seamos testigos de la risa de uno solo. Por más espontánea que sea, la risa siempre es risa cómplice, siempre hay otros que ríen y no vemos, otros hombres efectivos o imaginarios. O mejor: efectivos e imaginarios. Pedirle a alguien que se ríe que no lo haga es peor que despertar a alguien que duerme. Algo comparable a un crimen.