La sociedad cambia más rápidamente que la política. Por eso la política suele parecer atrasando, a destiempo, con escasa sintonía. El fenómeno es universal. Y no es algo nuevo, pero parece ir acentuándose.
El desajuste entre la sociedad y la política es uno de los dramas de los dirigentes políticos. La sociedad que recibe a un gobierno, la que lo ungió a través del voto, no es la misma que ese gobierno deja al cabo de su mandato, aunque a menudo no lo advierta. La Argentina que dejó Menem después de diez años no era la que lo votó y acompañó durante los primeros años de su gestión. La Argentina de hoy no es la de Néstor Kirchner, o la de la Cristina que asumió hace ocho años. Ni el discurso de la Presidenta ni el de la mayor parte de los políticos parecen registrarlo.
Los cambios más relevantes no siempre son evidentes; a menudo son imperceptibles para la mirada de la mayoría. Alexis de Tocqueville lo describió así hace casi dos siglos: “A veces, aunque ningún cambio resulte visible desde afuera, ocurre que el tiempo, las circunstancias y el trabajo solitario del pensamiento de cada hombre poco a poco terminan desgastando alguna creencia (…) La mayoría ya no cree más en aquello en lo que creía, pero parece que aún creyese, y ese fantasma vacío de la opinión pública es suficiente para enfriar a los innovadores y mantenerlos en silencio”.
Esos cambios tienen lugar tanto en el plano de la cultura –valores, expectativas– como en el de la estructura sociodemográfica. La cultura está despojando al ámbito público de los elementos ideológicos que fueron durante largo tiempo el armazón dentro del cual funcionaba. El discurso de las consignas ideológicas, la militancia, los ideales que adoptan un tono místico, ya casi no conmueven a nadie. Pero la política todavía está impregnada de esas cosas. Sólo para quienes ven el mundo desde el prisma de la política, un grupo como Tupac Amaru, en Jujuy, puede no resultar anacrónico. La policía baleando a manifestantes que protestan, como sucedió en Tucumán el domingo, hoy no es un exceso sino una monstruosidad. Tildar a alguien porque es de “derecha” o de “izquierda” sólo ocurre en los ámbitos de la política, y aun en ellos pocos son los que lo toman en serio; esas categorías han dejado de tener significado para la inmensa mayoría de los votantes.
Los cambios sociodemográficos son posiblemente más relevantes aun. Desde la crisis de 2001, una nueva generación se ha incorporado al cuerpo político de la sociedad. Si nacieron en una villa, es posible que sigan viviendo allí, pero eso es por la ausencia de un mercado de vivienda que es esencial en los procesos de movilidad social. Por lo demás, sus expectativas han cambiado. Muchos de esos niños de hace quince años hoy son jóvenes adultos que tienen visiones y experiencias de la vida distintas de las de sus mayores. Algunos son “ni-ni” y tal vez sea cierto que viven entre la droga y el delito. Otros fueron a la escuela, terminaron el secundario y hoy tienen trabajos formales; ellos no ven el mundo como sus padres ni como los dirigentes de sus barrios. Podemos sospechar que el creciente fracaso electoral de algunos barones del Conurbano se explica ante todo por esos cambios sociales.
Nuestros candidatos presidenciales parecen, todos ellos, emergentes de una sociedad que está cambiando. A su lado, a los candidatos que provienen de la cultura de los viejos hábitos políticos se los ve quedándose atrás. Pero lo que estamos viendo, tal vez sólo sea el comienzo de un cambio de mayor profundidad. Hay una agenda de la vieja política, que la Presidenta y muchos opositores tienen en común y que no sintoniza con la mayoría. Hay otra agenda de los políticos de nueva hechura, que tiende a exasperar a los políticos formateados a la antigua. Y hay una agenda del argentino común, del votante medio, que todavía no alcanzamos a descifrar adecuadamente.
*Sociólogo.