La foto, distribuida por Presidencia, apareció en dos medios como ilustración de dos notas bien distintas. En la primera, se trataba de una conversación telefónica con la cancillería en el exilio del depuesto presidente hondureño. En la segunda, de un “escrache” protagonizado por un grupo de bonistas estadounidenses tenedores de papeles inservibles de Argentina.
Se la ve, vestida de púrpura fulminante, de la cabeza a los pies, con apenas un cinturón bordó estableciendo un vínculo de transición hacia su cabellera caoba, que brilla al sol. Está seria, sentada en el alféizar de la ventana de su suite del Four Seasons (eso dice el epígrafe). A la derecha de la foto se ve una pila de platos y unas tajaditas de budines. A la izquierda, en otra mesa, la caja de tés. Ella está centrada sobre un fondo de edificios futuristas y un sillón color beige se refleja apenas en el vidrio que la separa del exterior (dominado, al fondo, por la aguja del edificio Chrysler).
La foto pretende ser una instantánea: la majestad de la soberanía, las delicadas gestiones internacionales, los secretos del Estado, la seriedad del momento. Pero se trata de una foto muy posada, donde todo ha sido cuidado hasta el último detalle: el ángulo de la luz, la posición de la mano, la dirección de la mirada, la relación fondo-figura.
Y sin embargo, más allá de la pose, hay algo que impresiona en esa foto: la soledad y la fatiga de las empresas para las que no se tiene la fuerza suficiente. Si fuera verdad que ella “dialoga desde Nueva York y por vía telefónica con la canciller de Honduras designada por el presidente Juan Manuel Zelaya”, como reza el epígrafe de Presidencia de la Nación, mucho más cierto es que Itamaraty, que acogió al refugiado que volvió de incógnito a su patria, tuvo un papel mucho más importante en esa historia que le llega por teléfono. De nada sirve que ella diga que ése había sido el consejo que le diera al presidente hondureño en el exilio. Armaron la fiestita sin tenerla en cuenta.
En el fondo, no se puede sino sentir ternura y pena. Encerrada en su caja de cristal, la niña se sabe no querida.