La reciente reedición de la Antología de la poesía surrealista, prologada y traducida por Aldo Pellegrini, es una buena noticia. Publicada en 1961 por la editorial Fabril, desde 1981 es reeditada por la editorial Argonauta, con una tapa con fotos de Man Ray viradas al rojo intenso. El libro traduce poemas de más de cincuenta autores, entre ellos Artaud, Breton, Eluard, Leiris, Queneau. Pero también muchos poetas poco frecuentados, sin contar, además, algunas excentricidades como la inclusión de textos de Picasso y de poetas latinoamericanos, como el peruano César Moro (“Toda idea de lo negro es débil para expresar la larga ululación/ de negro sobre negro resplandeciendo ardientemente”). Cada autor va acompañado con una precisa noticia bibliográfica, más un conjunto de fotos del grupo surrealista, entre ellas varias muy poco conocidas, como la del escultor Jean-Pierre Duprey en su estudio, o la de Robert Desnos y Youki levemente embriagados.
Hace mucho que no se hacen libros como éste. Por supuesto, se los reedita. Pero reeditar un libro no es hacerlo. Hay algo en el amor de Pellegrini por el surrealismo, en la erudición y desmesura de su proyecto, que parece ausente en nuestro tiempo. ¿Quién se tomaría hoy un trabajo así, y además gratis, sin una beca Ubacyt o Conicet, sin un subsidio de una fundación, sin un anticipo de una editorial o algún tipo de prebenda? Algo tiene el libro de Pellegrini que parece en vía de extinción: entender la literatura como un don. Un acto gratuito, una forma de sustraerse al intercambio, al reconocimiento social.
Leí el libro cuando tenía 15 años, en plena Guerra de Malvinas, y mi primera reacción fue de enojo: en ese momento me sentía absolutamente afín al dadaísmo (al espontaneísmo político, al absurdo radical, a la transgresión sintáctica, al anarquismo, a la crítica de la burguesidad, al malestar frente al presente. Qué curioso, los mismos valores que sigo defendiendo todavía hoy…), y el surrealismo me parecía la versión institucionalizada del dadaísmo, la versión complaciente. Para mí, en ese entonces, el surrealismo era al dadaísmo lo que el cementerio a la vida (semejante enojo era porque Pellegrini había cometido la herejía de incluir a Tristán Tzara en su antología).
Quizá la reedición de la Antología... pueda servir también para recordar al propio antólogo. Pellegrini fue poeta, librero, ensayista (autor del muy bello Para contribuir a la confusión general) y, sobre todo, agitador. En 1926 fundó el primer grupo surrealista del mundo en habla hispana, y editó una revista (llamada Qué) que obviamente duró sólo dos números. Más tarde tradujo las obras completas de Lautréamont, y en 1966 publicó, por encargo de la editorial Seix Barral, una Antología de la poesía viva latinoamericana de una actualidad sorprendente: Girri, Lezama Lima, Braulio Arenas, Enrique Lihn, Uribe Arce, Carlos German Belli, etc. Como en la antología surrealista, su gusto es impecable.
Graciela de Sola, en su muy documentado Proyecciones del surrealismo en la literatura argentina (publicado por las Ediciones Culturales Argentinas, dependiente de la Secretaría de Estado de Cultura y Educación, en 1967, es decir, en pleno gobierno de Onganía) lo ubica en la herencia de Girondo y de la tradición de los malditos. Si se lo lee atentamente, el propio libro de De Sola tiene mucho de surrealista: afirma que, entre nosotros, esa tradición comienza con Argentina y conquista del Río de la Plata, de Martín del Barco Centenera, de 1602. Aunque quizá razón no le falte, como lo indica este fragmento del poema de Del Barco Centenera: “Un hecho horrendo digo lastimoso,/ aquí sucede: estaban dos hermanos; / de hambre el uno muere, y el rabioso/ que vivo está, le saca los livianos/ y bofe y asadura, y muy gozoso/ los cuece en una olla por sus manos/ y cómelos; y cuerpo se comiera,/ si la muerte del muerto se encubriera”. ¿Muertes encubiertas? ¿Antropofagia? ¿Goces perversos? Efectivamente, no hay por qué descartar que una tradición maldita haya comenzado en la Argentina en 1602.