Si algo se puede decir de Matías Battistón es que tiene sentido del humor. Lo aprendí a mi costa. Hace poco escribí sobre dos libros tempranos de Samuel Beckett que Battistón tradujo y sugerí que tal vez fueran mejores que la famosa trilogía que forman Molloy, Malone muere y El innombrable. El traductor me contestó que yo era como esos tipos que dicen que Los Beatles se terminaron después de la Caverna de Liverpool. Para seguir con Battistón y Beckett, acaba de salir La madre de Beckett tenía un burro, un libro suyo que empieza diciendo que la madre de Beckett tenía un burro.
No hay muchos libros sobre burros, aunque hace poco salió uno que se llama Burros, en una colección que se llama Naturalezas. Pero el libro de Battistón no es un libro sobre burros sino sobre Beckett, sobre traductores y aun más sobre el propio Battistón. El libro es altamente entretenido y se pueden encontrar en él grandes anécdotas, como la de Nabokov dejando la vida para traducir Ada o el ardor al francés, o la de William Carlos Williams traduciendo con su anciana madre puertorriqueña un falso libro de Quevedo. O lo miserable que podía ser la revista Sur a la hora de pagar las traducciones (así como el resto de las colaboraciones), o las extraordinarias aventuras con las lenguas del poeta brasileño Paulo Leminski, “el bandido que sabía latín”.
Quiero ahuyentar la sospecha de que este es un libro de golosinas culturales, género un poco tilingo. Yo diría que es una novela aunque Battistón no termine de decidirse a entrar de lleno en la ficción. La madre de Beckett tenía un burro está atravesada por un leitmotiv que se va haciendo más nítido con el correr de las páginas: el drama de quienes se dedican a traducir por razones alimentarias, pero quieren ser escritores. Así aparecen todo tipo de casos: el de Patrick Bowles, que huye de Beckett para escribir una obra magna que jamás vio la luz. O el de Rosa Chacel, quien afirmaba que “peor que te rechacen una propuesta de traducción es que te la acepten”. O el de Ramón Buenaventura, que despreciaba a Jonathan Franzen como escritor y lo traducía mal a propósito para burlarse. O el del mismísimo Beckett, que odiaba a sus traductores tanto como odiaba tener que traducirse él mismo. Un caso genial es el de José Aníbal Campos, que invierte la fórmula y dice que el mundo debería agradecerle que tradujera porque así se evitaba leer sus libros.
En el medio de los sainetes y tragedias de sus colegas, aparece siempre Battistón como una especie de duende quejoso, siempre atrasado en las entregas, siempre dispuesto a distraerse buscando datos irrelevantes o a plantearse dilemas metafísicos. Hay uno genial: encargado de traducir Molloy, produce una versión a partir del francés y otra del inglés. En un momento, no entiende un pasaje en francés, lo coteja con el inglés y ahora entiende. Pero reflexiona y concluye que le falta algo: “Ahora siento que no voy a poder traducirlo como debería hasta que no lo vuelva a dejar de entender”. Esa mente lógica de Battistón es una de sus características brillantes como escritor. Un escritor hasta ahora sepultado por los manuscritos de Beckett, pero que seguramente sería más feliz con su propia neurosis que con la del irlandés. Suena estruendosa una carcajada que intenta recordarle a Battistón ese refrán sobre quien ríe último.