Por primera vez desde 1946 asumió hoy un presidente que no pertenece ni al justicialismo ni al radicalismo. También por primera vez lo hace luego de 14 años ininterrumpidos de un gobierno del mismo signo, ya que Néstor Kirchner fue el candidato elegido por Eduardo Duhalde para sucederlo y continuó el año y medio de su mandato parlamentario, pese a las riñas que sobrevinieron entre ellos luego de su asunción.
Más allá de estas particularidades históricas, que tienen un contenido conceptual mucho más profundo que la mera enunciación de los datos, también desde 1983 en adelante es el presidente que asume con integraciones parlamentarias de gran debilidad, pues cuenta con bloques propios puros muy exiguos en ambas cámaras del Congreso, luego de gobiernos con amplias mayorías parlamentarias y el simbólico fantasma de lo que sucedió en el pasado con los gobiernos que no contaron con ellas.
El desafío es enorme no sólo para el gobierno electo sino para la sociedad argentina, pues deberán decidir luego de 32 años de frustrados intentos si se apuesta por construir un sistema de auténtica gobernabilidad democrática o se insiste en modelos que reconocen en el poder hegemónico la única posibilidad de ejercicio del poder.
La “gobernabilidad democrática” no es sólo asumir el gobierno mediante el mecanismo que la Constitución establece sino mantenerlo con legitimidad en el ejercicio, mediante el respeto de los derechos humanos consagrados en la Constitución y en los pactos internacionales que tienen su misma jerarquía y en el sistema de distribución de funciones que el texto constitucional establece.
Esto significa gobernar respetando la separación de poderes, el equilibrio entre los distintos órganos del Estado, las autonomías provinciales, el acatamiento de las sentencias no sólo por los particulares sino por los órganos públicos, la austeridad republicana y la opinión de las minorías, entre las más destacadas obligaciones que la Constitución impone y un sistema democrático que el siglo XXI exige.
El recuento de los daños producidos por el régimen que dejó el poder aún no se ha hecho y tal vez sea mejor dejarles esa tarea a los historiadores y los jueces, para que la atención esté puesta en la construcción de un sistema que acerque la realidad concreta a la letra constitucional. El drama argentino es el quiebre que se ha efectuado entre la norma y los hechos, entre la ley y su aplicación. Esta distancia ha quebrado la credibilidad del sistema y nos ha conducido a vivir en la excepcionalidad, a que grandes mayorías hayan optado por el pensamiento mágico y las verdades reveladas antes que por la comprensión y el acatamiento de las leyes. La tentación por los relatos ambiciosos hizo olvidar la enseñanza cervantina de que “ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño tercero”.
La sustitución de un sistema de “decisión impuesta” por la mayoría de turno por un sistema de “decisión consensuada”, discutida e integrada con la opinión de las minorías, es un trabajo de cultura política muy arduo que le brinda a la sociedad argentina un desafío sin precedentes.
A esta situación institucional se agrega un dramático contexto social que también es único, ningún gobierno recibió una sociedad con un sector tan amplio de sus habitantes sumido en una pobreza estructural, con generaciones que no conocieron el trabajo formal ni las condiciones mínimas de vida digna para sus subsistencia. Hubo momentos de crisis agudas que provocaron transitoriamente la pobreza de individuos y grupos sociales, pero nunca se convirtió en habitual como en el período que concluye. La devolución de la dignidad y de la posibilidad plena del ejercicio de los derechos humanos a esos millones de habitantes que los perdieron o nunca los conocieron también es una situación particular y urgente porque las vidas humanas no pueden quedar sometidas al largo plazo, donde la única certeza es que estemos todos muertos (Keynes dixit).
Las anécdotas que rodearon el traspaso del mando presidencial, el “garbismo” de la presidenta saliente y la discusión por la entrega de los símbolos del poder no pueden velar los problemas de fondo que debe solucionar el nuevo gobierno con la participación activa de la sociedad civil.
La singularidad de la situación es un desafío para la creatividad política y la superación de un sistema de ejercicio de poder basado en la concentración de funciones y en el culto a la personalidad, que no sólo afectaron la calidad institucional de la vida argentina sino la calidad de vida de sus habitantes, dada la inescindible proporcionalidad que las relaciona.
Argentina enfrenta una circunstancia histórica única. Ojalá lo haga con propuestas renovadoras y no con la remake de lo ocurrido en el pasado.
(*) Profesor de Derecho Constitucional y Derechos Culturales. Reside en Montevideo.