La decisión tomada la semana pasada por el plenario radical de avanzar en un acercamiento electoral al PRO prefigura un camino que es más fácil diseñar que concretar. Que en el PRO esa perspectiva genera dudas fundamentales se está poniendo en evidencia, una vez más, estos días: no pocos dirigentes de esa fuerza parecen inquietos ante la perspectiva de cerrar acuerdos que puedan dificultar los apoyos de sectores de origen peronista. Las dificultades que un escenario de alianza con el PRO despiertan dentro de la UCR son más conocidas y de más vieja data. En el radicalismo, las dudas se expresan por un lado en términos puramente tácticos –la postura representada por Gerardo Morales de no excluir al FR de Sergio Massa–; por otro lado, en términos de principios, que se expresan en una antigua idea de que el radicalismo es un partido esencialmente de “centroizquierda” o, en palabras de nuestros tiempos, “progresista” –y, por añadidura, que el PRO califica como una fuerza política de “centroderecha”–.
La obsesión de muchos radicales con esa supuesta identidad “progresista” de su partido posiblemente explica parte de sus desventuras electorales de estas décadas. No deja de ser significativo que cuando la UCR recuperó la capacidad de ganar una elección nacional, en 1999, lo hizo por cierto con una alianza con una fuerza de centroizquierda, pero con un candidato que representaba la tradición de “centroderecha” de su propio partido. La anhelada identidad “progresista” es un obstáculo para alcanzar a buena parte del electorado que, por otros motivos, muchas veces podría dar su voto
a candidatos radicales.
En el caso de la UCR, esa férrea adhesión a la idea de que se trata de un partido de “izquierda” viene de antigua data, es electoralmente improductiva: equívoca desde el punto de vista de las políticas públicas y negativa en la perspectiva de acercar al partido a amplias bases de votantes. Eso no quiere decir que un acuerdo electoral con el PRO sea necesariamente el único camino posible, pero las razones no deberían pasar por ese principismo desactualizado.
El radicalismo emergió en la vida política argentina a fines del siglo XIX en franca oposición al conservadorismo que gobernaba en esos años. Pero no constituyó ni mucho menos una opción de “izquierda”; ese polo ideológico estaba en aquellos tiempos representado por el emergente Partido Socialista, y en todo caso también por el Partido Comunista, el anarquismo y sectores sindicalistas. El mapa ideológico de la Argentina de las primeras décadas del siglo XX estuvo lejos de ser tan simple como los esquemas analíticos a veces lo presentan. La UCR contenía una tradición interna más moderada, algo próxima a lo que con los años se llamó en nuestro país “centroderecha”, y otra más cercana al “populismo”. Pero cuando Yrigoyen tuvo que designar un sucesor, en 1924, su elección recayó en un típico representante de la corriente “centrista”, Marcelo de Alvear. La historia que siguió es conocida –aunque a menudo sobresimplificada–. El radicalismo fue proscripto en la década del 30; sin embargo, varios referentes importantes de los gobiernos de esos años habían estado vinculados al gobierno de Alvear –empezando por el presidente Justo–, como por lo demás también los había con origen en el Partido Socialista, sin hablar del apoyo de la democracia progresista al golpe de 1930. La antinomia yrigoyenismo/anti yrigoyenismo era ciertamente más relevante que las tradiciones ideológicas simples.
Durante los años de la guerra mundial, se produjeron otros alineamientos. El radicalismo se convirtió en la principal opción opositora al gobierno de Perón, inicialmente liderando una coalición de amplio espectro que incluía a socialistas, comunistas y algunos conservadores; y nada de eso impidió la escisión producida por Frondizi. Cuando eso se produjo, Frondizi representaba a la tradición de “centroizquierda”, pero también a una opción estratégica más abierta a los acuerdos con el peronismo, que efectivamente Frondizi produjo. Y cuando llegó al gobierno, aliado a Rogelio Frigerio, sus ideas cambiaron y se convirtió en el adalid de un desarrollismo pro capitalista que la UCR no pudo digerir.
En resumen, el radicalismo no fue nunca homogéneamente de “centroizquierda”. Con los años fue adoptándose el término “progresismo” para designar a esas ideas de un izquierdismo moderado; esa expresión para el grueso de la población no significa nada y para los más viejos no está asociada a ideas de izquierda sino al conservadorismo modernizante y anticlerical del siglo XIX. No hay ningún mandato histórico de hablar en un lenguaje que no ayuda a comunicarse con el electorado ni hay una identidad que, de hecho, sólo significa algo para grupos de militantes cuya capacidad de traccionar votos es, como se lo ha visto reiteradamente, muy limitada.
*Sociólogo.