El voto es la última palabra que te dejan. La que te queda por decir. No tiene signos a la vista, de admiración, interrogación, o comillas, que sugieran cuál fue la intención al elegirla. Aun cuando quieras demostrar cólera, tristeza, odio, amor, desesperación, o cualquier otro sentimiento, será leída por los intérpretes como bronca, ilusión, o deseo. Un insulto bien dicho requiere completar la frase, pero tampoco cabe. Nada de la recalcada, de cerrá el, hijos de remil. Un voto, una palabra. Socorro-perdón-espero- ojalá-andate-volvé.
Todavía te pertenece. No la malgastes. No la reemplaces con un meme, ese recurso para contestar los mensajes sin necesidad de hablar, argumentar, explicar, elogiar, o criticar, dedito que aprueba, manitos que aplauden, o ruegan, siluetas que bailan, celebran, cara que festeja, o vomita, corazones, stickers, imágenes de gatitos, de bebés, Homero Simpson, o Messi. La palabra del voto debe hacerse oír. Es la que puede servir para declararte inocente. ¿Sos inocente?
El proceso de las redes sociales imputa, condena, cancela a perpetua sin considerar actos de disculpas, o reparación. Hasta que se demuestre lo contrario la culpa es de otro. Los hechos se pueden negar, dar vuelta con un buen reverso. ¿Cómo justificar entonces la condición de ser, haber sido, al menos decente, digno, en el cacheo íntimo de memoria, sin manipular testimonios, sin ocultar olvidos en rincones sombríos, sin hacer trampas jugando al solitario, alegando frente a nuestra conciencia sin intentar sobornarla con excusas? Decente, digno, otras últimas palabras posibles.
El proceso de las redes sociales condena, cancela a perpetua sin considerar disculpas
Si hay que presentar pruebas, veamos primero las materiales. Ponele que se te dio un empleo público, que tenías vocación de ayudar, de servir para algo, que no heredaste un sindicato camionero, ni millones de una familia que no puede explicar cómo la recaudó, que no acudiste a secretarios, asesores testaferros para que la depositen afuera en tu nombre, que no la lavaste comprando hoteles, no robaste a mano armada de poder, no cobraste retornos, no te quedaste con parte de la guita ajena que te tocó administrar durante los carguitos que fuiste abrochando en treinta, cuarenta años. Bien por vos, si así fue. En ese caso, la última palabra podría ser: honrado.
Queda por saber si con eso alcanza para ser una buena persona, en el buen sentido de la palabra bueno, como aclara el poeta Antonio Machado. ¿Te considerás un buen tipo? ¿Querrías que te recuerden así? En tiempos tan cínicos, pleno de ingenios viles, expertos en engañar, en inteligencias mordaces, capaces de responder con látigos sarcasmos hasta que la ironía haga sangrar la piel de los incautos, equivaldría a reconocerse como un boludo, uno más de los giles que cantaron himnos, marchas, consignas, agitaron banderitas, lagrimearon, creyeron las promesas.
Una pena que ser buen tipo, buena gente, no sea ya el más alto título de nobleza, el que todos quieran alcanzar, el que hace sentir más orgullo. Perdió valor, se fue al descenso en la competencia contra las luminarias, los ansiados carteles de neón que enciende la época: influencer, genio, ídolo, famoso, celebrity. Inclusive, perdió frente a los rangos tenebrosos de la mafia que se reverencian sin preguntas: capo, patrón, jefe. No obstante, siempre habrá alguien que se alegre de disfrutar del crepúsculo de su vida sin deudas mayores, ni abusos de menores, flaco de bienes, libre de males, tranquilo, agradecido.
En modo tácito, –del latín tácitus: callado–, el derecho a la última palabra en un juicio concede a la vez el de mantenerse en silencio. Palabra que parece no decir nada para quién, como le salió, como pudo, hizo, hace todavía, su camino sin joder demasiado a los cercanos. Si con lo que le tocó, con lo que tenía, disfrutó del viaje, acompañó, dio una mano, se paseó por la vida con ojos asombrados, la mente abierta a la maravilla, en el final, llegado el momento, un hombre decente, honrado, digno, tal vez se despida sin abrir la boca.
El silencio es una opción también para quién, desposeído, llevado al límite de morir casi sin haber vivido, clava el voto como un puñal mirando fijo a los ojos criminales.
*Periodista.