COLUMNISTAS

La vergüenza

En los viejos tiempos en que el Concejo Deliberante porteño era visto como nuestra Cueva de Alí Babá, uno de sus habitantes, pequeño en importancia personal pero conspicuo representante de su clase, pronunció en privado una frase inolvidable: “La vergüenza es un ratito”.

|

En los viejos tiempos en que el Concejo Deliberante porteño era visto como nuestra Cueva de Alí Babá, uno de sus habitantes, pequeño en importancia personal pero conspicuo representante de su clase, pronunció en privado una frase inolvidable:
“La vergüenza es un ratito”.
Hablaba desde la experiencia. Hablaba de un trance al que eran sometidos los políticos en la era menemista por culpa del periodismo de investigación que tenía a la prensa escrita a la vanguardia y a la TV de la cámara oculta a la retaguardia: el de ser sujeto de un escándalo público.
Ministros que eran descubiertos vendiendo leche en mal estado a los niños para hacer una diferencia, funcionarios que eran atrapados in fraganti en un negociado, cuñadas que debían explicar los movimientos de sospechosas valijas, jueces federales que ponían precio a sus fallos… por nombrar algunos casos de alto nivel.
Era la vieja política.
Con la Alianza, en teoría, debía llegar la renovación. Sus jóvenes incontaminados, con vocación de servicio, se presentaron en público con un título auspicioso: Red Generacional. A los pocos días, uno de sus líderes, Lautaro García Batallán, joven jefe de la bancada radical de la Legislatura de la Ciudad, protagonizó el primer escándalo: su asesor de confianza fue filmado por una cámara oculta mientras pedía una coima a un empresario por un contrato publicitario. García Batallán se aguantó la vergüenza y terminó el gobierno de la Alianza como viceministro del Interior.
Pasó el tiempo desperdiciado de la Alianza, pasó la crisis, pasó la transición duhaldista, pasó el comienzo de la recuperación kirchnerista y llegó, al fin, una renovación generacional “verdadera”. El gobierno la alentó en todas partes.
Uno de sus emblemas fue Roberto Porretti, que, con su triunfo en las elecciones de octubre pasado, acabó con 16 años de continuidad política en la Intendencia de Pinamar. En la mañana del martes 12 de este mes, cuando llevaba apenas dos meses en el cargo y promocionaba su gestión en un estudio de radio, su vocero comenzó a hacerle gestos desesperados. El intendente dejó la entrevista a medio hacer y escapó del estudio en un automóvil de vidrios polarizados, eludiendo por minutos a la policía que llegaba a detenerlo. El ministro del Interior, Aníbal Fernández, se lamentó: “Esto preocupa y da bronca. (Porretti) era parte de lo nuevo”.
Otra vez, déjà vu: su hombre de confianza había sido capturado por una cámara oculta cuando negociaba una coima con empresarios “de la noche”; también el intendente, se dijo, aparecía en las grabaciones. Sus aliados lo desconocieron, sus enemigos se relamieron. Cuando le preguntaron por su hombre de confianza, ya preso, el intendente se desentendió: “No pongo las manos en el fuego”. Muchos le aconsejaron que tomara una licencia, una salida de emergencia en estos casos, pero se negó, con la ilusión de que la vergüenza no dure más que un ratito.
No es patrimonio argentino. Miles de kilómetros al Norte, otro hombre atraviesa esta semana el trance del escándalo público. John McCain, candidato republicano a suceder al presidente George W. Bush, recibió un fuerte golpe al revelarse que desde su cargo de senador favoreció a una lobbista con la que, al parecer, engañaba a su esposa.
En Estados Unidos, los escándalos públicos de este tipo son un legado del Watergate, el caso de espionaje político que terminó con el gobierno de Richard Nixon en 1974 y cambió reglas para sus sucesores. Uno de los dos principales investigadores del Watergate, el periodista Bob Woodward, reconstruyó en su libro Shadow, de 1999, cómo los presidentes norteamericanos que siguieron a Nixon se vieron afectados por la sombra de su final. El último de esa lista, Bill Clinton, casi perdió la Presidencia al revelarse que había mantenido encuentros sexuales con la pasante Mónica Lewinsky.
El “ratito”, para Clinton, resultó uno de los más humillantes que haya atravesado un hombre público. Fue obligado a ofrecer información sobre su vida sexual y a especificar detalles sobre sus genitales por cadena nacional. En Shadow, Clinton estalla con furia ante un amigo: “Estoy muriendo por mil cortes. Es como si me hubieran pateado el estómago. ¡Tengo un nudo en el estómago desde hace meses!”.
Pero Clinton prefería pasar por el ratito, sin importar cuán atroz, antes que ceder el poder.
Mucho antes de tener que atravesar los detalles del affaire de su marido con Lewinsky, Hillary Clinton fue llamada “mentirosa congénita” por un importante columnista. Al borde del llanto, la entonces Primera Dama se descargó ante su abogada: “No aguanto más. ¿Cómo puedo continuar? ¿Cómo?”.
Como todos, también ella encontró un modo.