Mañana vamos a ver Star Wars: el último Jedi. Es un plan familiar de toda la vida. Con mis hijos hemos visto cada estreno de la saga (los últimos, con mi marido). Para El despertar de la fuerza había amenazado a mi entonces futuro yerno con no asistir a su boda si no nos acompañaba. Lo hizo a regañadientes. Este año encontró la excusa perfecta: para que mi hija pueda asistir, él se quedará cuidando a mi nieta. Sea. Lo reemplazamos con un joven doctor cuya tesis yo dirigí y que, por eso, no se atrevió a rechazar la invitación.
Dentro de dos años cuando, creo recordar, Disney inaugurará el parque temático al que yo ya prometí que iríamos, mi yerno seguramente dirá que mi nieta es todavía demasiado chica. Pero yo no sé si podré esperar cinco años, que es lo que tardará su adhesión al credo.
Ya estuve revisando las reseñas del estreno en Los Angeles: “Abrumadoramente buenas”, tituló su reseña Julie Muncy sobre las primeras impresiones. La mayoría de los que la vieron subrayan el costado “emotivo”, lo que me da un poco de miedo. En el contexto Star Wars, la profundidad dramática puede ser un baldazo de agua fría.
Para mí, El despertar de la fuerza estuvo bien, pero hasta ahí (a mis hijos les gustó más), de modo que necesito recuperar un poco de la energía mística que me permitirá sobreponerme a la Navidad, esa desdicha obligatoria.
Muchos amigos, además de mi yerno, censuran mi adhesión acrítica al universo Star Wars, pero hay gente que cree en el papado y yo no digo nada.