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Las canciones y el amor

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De todas las formas de expresión, la canción es la que mejor se permite describir el amor. La pálida relación entre una música y una letra es apenas una frágil chocita a punto de ser soplada por el viento de la crítica. Y la canción se desmorona si no es la punta visible de un iceberg sumergido. Por eso las canciones buscan desesperadamente una historia, que no es lo que se canta en ella, sino el terreno donde se erige la choza.

Fred Stobaugh tiene 96 años y acaba de perder a su esposa. Lorraine le ha dado sus mejores 75 años. Así que Fred, solo, solísimo en su casa, escribe una canción de amor. Toma una lapicera y lo hace por primera, por única vez. Manda la canción Oh, sweet Lorraine a un concurso de radio. Debía enviar un video interpretando su canción pero en vez de eso Fred confiesa que es incapaz de cantar. Jacob Colgan recibe la carta en un sobre de manila y algo en la historia no puede dejar de conmoverlo. Así que deciden arreglar la canción profesionalmente y hacérsela escuchar a Fred.

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El misterio no puede estar en la letra. La balada repite dos o tres ideas remanidas. Que ojalá pudiéramos vivir otra vez los buenos tiempos. Pero que la vida se nos da sólo una vez y nunca más.

La canción es furor, con millones de vistas y ventas en iTunes. Hay 54 tipos a los que no les gustó, o que prefirieron cliquear sobre el dedito hacia abajo. Los cibernautas los tratan de idiotas e insensibles.

Yo creo que –extrañamente– la canción no importa y que el gusto tiene muy poco que ver con ellas, en general. La canción es un misterioso paréntesis de tiempo; es un tiempo congelado, un par de minutos señalizados en los que ponerse a pensar en esta idea: has pasado tu vida al lado de la persona que amas, de pronto estás solo y es como haber vivido un sueño. Pero el sueño es real.

Probablemente todas las canciones cuenten una historia parecida. Por eso es tan difícil hacerlas bien. Hacer una canción es meter una tonelada de pavor en un frasquito de dos minutos.