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Las cosas de Perón

La semana pasada, cuando Martín Kohan escribió acerca de la subasta de pertenencias de Perón, pensé en las otras cosas de Perón: su psoriasis, sus rarezas, sus humanas contradicciones.

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La semana pasada, cuando Martín Kohan escribió acerca de la subasta de pertenencias de Perón, pensé en las otras cosas de Perón: su psoriasis, sus rarezas, sus humanas contradicciones. Martín se preguntaba por qué razón llevaba dos fotitos suyas en su propia billetera. No hay misterio: millones de argentinos llevamos nuestras fotos junto a nuestro dinero, las estampillas y los recibos de la tintorería, porque aunque en la vida social –gimnasios, clubs, empresas, empleadores, admiradores– nos reclaman una o dos fotos, los locales que las toman entregan cuatro o seis y bien las cobran, obedeciendo al formato previsto por sus máquinas automáticas o al tamaño estándar fijado por los proveedores del papel de copias.
“¿Y a éstas dónde las meto?”, se pregunta uno mirando las cuatro fotos sobrantes y sintiéndose medio estafado. “¿Por qué no se las meterá el señor Polaroid en su propio culo?”, vuelve uno a preguntarse mientras se resigna y las mete en la billetera.
Perón además de muchos autos, motos, motonetas, perritos e inversiones en Suiza, tenía otras cosas. Al cumplirse diez años de su muerte publiqué en Clarín una evocación de nuestro único encuentro en Olivos, allá por 1952 o 1953. Me impresionaron sus manos y su cara manchadas por la psoriasis. La historia provocó revuelos y amenazas pero años después la integré a una olvidable antología de cuentos sin borrar lo de su enfermedad. Dios castiga: a él le cortaron las manos, mientras yo, que las tengo manchadas por el uso de anticoagulantes, debo causar la misma impresión cadavérica que me produjo el general hace cincuenta y ocho años.

También recuerdo otras cosas. Y más ahora, que han exhibido Por el camino del Malón de la Paz, documental de Romero y Berttendorff, con testimonios de coyas sobrevivientes de una aventura propagandística de Perón y Farrell. Incentivados por el gobierno de 1946, dos mil coyas caminaron hasta la Capital y fueron recibidos por el general y figuras de su gobierno. Después fueron alojados en el hotel de inmigrantes, después encerrados allí y, finalmente, bombardeados con gas lacrimógeno y arreados al tren que los llevó de vuelta a sus pagos. Alguien tendría que recordar la historia del medio centenar de guatemaltecos que se asiló en la embajada argentina al cabo del golpe norteamericano contra Arbenz en 1954. Al cabo de muchos trámites, fueron aceptados y asistidos en la Argentina pero, por tomarse en serio la doctrina de la Tercera Posición Justicialista, fueron a parar a la cárcel de Villa Devoto, junto a comunistas, fubistas, punguistas y cientos de mariquitas que allí purgaban sus crímenes de lesa masculinidad, que por entonces estaban prohibidos.

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