La semana que pasó nos trajo, como se esperaba, el fallo de la Corte Internacional de La Haya respecto de la causa argentina contra la autorización de la instalación de una papelera por parte del Uruguay.
Al respecto, aunque exceda el marco habitual de esta columna, acerco algunas reflexiones.
En primer lugar, el conflicto y su resultado pusieron de manifiesto una falla central en el marco institucional que nos vincula con nuestros vecinos, tanto en términos bilaterales, como en el contexto del Mercosur. En efecto, no tenemos en común reglas claras en torno, no sólo de normas ambientales, sino –y ése a mi juicio ha sido el problema central en este caso– respecto a la “zonificación” de actividades en lugares fronterizos. Me explico: más allá de la cuestión de la contaminación del río Uruguay, a la que vuelvo en un rato, la Argentina argumentó en contra de la contaminación visual y “olorosa”. Este planteo surge, básicamente, porque de este lado del río, la actividad principal tiene que ver con el turismo y el esparcimiento. Mientras que del otro lado del río, se decidió que la actividad principal sea fabril. Pero, según la Corte de La Haya, el tratado del río Uruguay no contempla este tipo de “contaminaciones”. Ignoro si esto es verdad, pero lo que está claro es que la Argentina y sus vecinos tienen que acordar, seriamente, un conjunto de reglas para determinar qué tipo de actividades están permitidas o son compatibles en las fronteras, en cada zona. Es el mismo problema que el de las ciudades. ¿Se puede instalar un centro de espectáculos de rock frente a un hospital, aun cuando sea una actividad lícita, no contaminante, y se tomen todas las precauciones para que no moleste el ruido? ¿Por qué una “zona rosa” para ciertas actividades? ¿Se imagina una plataforma de explotación petrolera en el mar, frente a la Playa Bristol?, etc.
En segundo lugar, el tema de la contaminación en sí. Toda actividad productiva humana contamina. En base a ello, cada país –y ahora para muchos temas, todos juntos– establece normas para limitar dicha contaminación, castigarla o permitirla e, incluso, intercambiarla. La Argentina tiene pasteras y papeleras en su territorio. Algunas, con tecnología similar, supongo, a la de Botnia, otras con tecnologías más contaminantes. ¿Podemos exigirle a un vecino que adopte normas ambientales más estrictas que las propias? ¿No ha llegado, entonces, el momento de revisar las reglas ambientales existentes, establecer una transición hacia más estrictas, de ser necesario, y compatibilizarlas dentro del Mercosur?
En este caso en particular, dado que se aduce que la contaminación es “acumulativa”, corresponde, claramente, garantizarle a la gente del lugar que se harán todos los controles necesarios para advertir si la contaminación del río alcanza niveles no tolerables y acordar con Uruguay que, si ése fuera el caso, Botnia se relocaliza. La única forma de discutir, seriamente, contra la posición de los asambleístas es garantizarles el control técnico permanente, con equipos idóneos y el compromiso firme del Uruguay de relocalizar la planta, si los niveles de contaminación, en algún momento, empiezan a manifestarse peligrosos para la vida en la zona. Ya el tema “visual”, lamentablemente, está perdido. Y eso también hay que decirlo con todas las letras y sin hipocresía.
Y ahora llego a la cuestión más estrictamente económica.
La Argentina, desde hace décadas, ha fomentado, con desgravaciones impositivas importantes (es decir, con dinero de la gente), la actividad forestal. Dado todo ese dinero “del pueblo” gastado, y ese capital acumulado, ¿no corresponde que pensemos, como país, qué tipo de industrialización de esa forestación vamos a encarar? ¿Qué actividades pasteras admitiremos hacia adelante, con qué tecnología y dónde? ¿No tiene más sentido aprovechar, nosotros, esas ventajas, que dilapidarlas después de haberlas acumulado?
Podemos lamentarnos de la violación del tratado por parte del Uruguay. Podemos seguir cuestionando el método de protesta de los ciudadanos de Gualeguaychú. Nos podemos seguir engañando con lo que no sucederá. O podemos aprovechar esta circunstancia para plantear una negociación seria en el Mercosur, sobre actividades fronterizas y códigos ambientales. E, internamente, acordar una estrategia integral para la actividad forestal y papelera.
Que no sea otra oportunidad perdida.