Somos bocas del pretexto. Parece raro decirlo así. Debería sencillamente hablar de nuestras puertas. Las que se abren todos los días, ofreciendo textos. Librerías de Buenos Aires. Aquí estamos, sobrevivientes. La cuarentena no detuvo nuestra provisión de libertad. El alimento terrenal que proporcionamos a la humanidad está intacto: los libros. Y esta noche es nuestra fiesta. Por fin abiertas hasta las horas que solíamos conquistar en tiempos de bohemia. Los pasos ansiosos que recorren nuestros anaqueles podrán deambular sin relojes, renovando el afán del libro hallado. Ese hojear sutil, sensible al papel, con los ojos atentos al deslumbre de una palabra. Los lectores –variadísima población, sensible a lo ajeno, dispuesta a lo nuevo, ávida de saberes históricos, verdades poéticas– volverán a alcanzar la medianoche.
En tiempos de pandemia, la supuesta era de la imagen no hizo más que fortalecerlos. Hay más lectores que nunca. El encierro propició la fuga de la ficción. Una realidad posible. Por otro lado, el desprestigio de la discursividad allanó el camino de la literatura. Tantas palabras vacuas diseminadas en una oralidad especulativa, dimes y diretes agresivos, debates televisivos inconducentes… El trazo de la palabra también es lazo. Los libros que respiran en nuestro recinto, a la espera de un lector que se los lleve, le devuelven al lenguaje el contorno de su cuerpo. El reflejo de lo humano no es exclusivo de los espejos.
La calle mítica donde muchas librerías nos hallamos parece librada a una corriente de lectura. Y esta es nuestra noche. Con las puertas abiertas hasta muy tarde, como ojos que contemplan el deseo de los noctámbulos, aguardamos la hora del encuentro. Cuando el libro, finalmente, llega al lector, provocando una felicidad clandestina, como la describe Lispector, que tanto buscamos propiciar. Las librerías somos Venus en la urbe.