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Las tres décadas del otro muro

Hace poco me preguntaron cuáles creía que eran los dos discos más importantes de la historia del rock. Dudé un poco en elegir el segundo (el disco debut de Los Ramones, Ramones) porque siempre supe que The Wall era para mí el trabajo más conmovedor que alguna vez se hubiera editado.

Tomas150
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Hace poco me preguntaron cuáles creía que eran los dos discos más importantes de la historia del rock. Dudé un poco en elegir el segundo (el disco debut de Los Ramones, Ramones) porque siempre supe que The Wall era para mí el trabajo más conmovedor que alguna vez se hubiera editado. Recuerdo el disco doble en vinilo que habían comprado mis padres en su momento (el disco se publicó el 30 de noviembre de 1979, hace 30 años, cuando yo tenía cuatro), y también que, ya adolescente, me encerraba a mirar una y otra vez, como un obseso, la película de Alan Parker de 1982 basada en el disco.

Si bien para cualquier oído levemente afinado la perfección de The Wall es más que evidente (una ópera rock que atraviesa todos los estados y se permite ser, al mismo tiempo, una burla despiadada sobre la industria del rock, un ataque frontal a la represiva sociedad inglesa de mediados del siglo XX y un alegato antibelicista), para entender cabalmente la importancia de este disco hay que ponerse en contexto. Hablamos de fines de 1979, es decir, de cuando el rock progresivo y experimental (corriente de la que Pink Floyd era claro exponente) estaba en vías de extinción, arponeado por la aparición, algunos años antes, del punk rock. En noviembre de 1979, Los Ramones, la banda neoyorquina precursora del punk, ya iba por su cuarto disco. Los Sex Pistols (y esto es fundamental porque los Pistols eran ingleses, al igual que Pink Floyd) ya habían sacudido a la sociedad británica con Never mind the Bollocks. En diciembre de ese mismo año, pocos días después de la aparición de The Wall, The Clash editaba London calling. Meses antes, incluso, ya había comenzado a rodar oficialmente el género conocido como postpunk, cuando Joy Division entregaba su primer disco, Unknown pleasures. Es decir: mientras sus compañeros de generación aburrían con largos solos experimentales y viajes sonoros, cuando la juventud reclamaba sencillez, contundencia, visceralidad, Pink Floyd (sobre todo el inmenso talento de Roger Waters) redoblaba la apuesta y editaba un disco doble que, con 26 canciones en apenas 81 minutos, se iba a convertir en un hito y en el tercer trabajo más vendido de la historia del rock.

A pesar de lo que muchos creyeron, Waters no pensó en el Muro de Berlín para componer The Wall, sino en su propia biografía. La leyenda cuenta que durante un concierto de la gira del disco Animals Waters, harto de un insoportable fan de la primera fila, le escupió a la cara. Y que esa reacción lo llevó a pensar, primero, en construir un muro entre los músicos y el público; y más tarde lo obligó a reflexionar sobre su actitud y el estado de alienación al que había llegado como estrella de rock. Con ese disparador, más algunos elementos de su infancia, su vida adulta y el contexto sociopolítico, Waters contruyó el inolvidable personaje de Pink, cuyo padre murió en la Segunda Guerra, que fue educado a los golpes en colegios pupilos, que sólo puede encontrar satisfacción en las mujeres como objetos, que se convierte en un dictador fascista arriba del escenario, que ya no puede vivir si no es gracias al estímulo que le ofrecen las drogas duras. La de Parker es una buena película, pero el disco tiene una condición que el film no: suena actual, como si hubiera sido compuesto ayer. Parece ser, sobre todo, imperecedero. Como las mejores obras de arte.