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impunidad

Las vacunas del poder

El Vacunavip permite entender cómo es de hecho nuestra sociedad, no cómo quisiéramos que fuera.

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'A mí me vacunó el veterinario de Verbitsky...', Ginés González. | Pablo Temes

Alejémonos por un momento de las circunstancias del vacunatorio vip: el nombre de los vacunados, los detalles del hecho, las repercusiones mediáticas, el torrente de condenas, la perplejidad. Acaso sea útil considerar los escándalos con una visión más amplia: la de sus antecedentes culturales y su alcance geográfico. En otras palabras, con una perspectiva histórica y universal.

Desde esa mirada, se destacan dos rasgos singulares: este escándalo ocurrió en pocos países, en el campo sanitario y ante una situación límite. Sucedió en organismos estatales, lo consumaron los que poseen altos cargos, en lugares reservados para ellos y sus allegados. Esta peculiaridad es relevante: otorga dimensión política y relatividad internacional a la transgresión. Evoca el “arriba” y el “abajo” que define a todo régimen de dominio, más allá de su sofisticación.

Pero el poder es anterior a la política. En sentido ancestral, constituye ante todo un hecho físico. Tal vez Elías Canetti es el que mejor lo metaforizó, mediante la analogía de la mano, de los dedos que aprietan: “la mano que ya no suelta –escribe– se convierte en el símbolo propiamente dicho del poder”. Es la mano con que el más fuerte oprime al más débil. La herramienta que le permite dominarlo hasta engolosinarse. Como juega el gato maula con el mísero ratón.

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 En democracia no deberíamos temer la violencia del poder: el vínculo entre los gobernantes y los gobernados se sublima mediante las reglas del sistema. El poder político proviene del consenso y queda sujeto a la legitimidad que otorga o quita el votante. De ese modo, la brutalidad se repliega al mundo privado. Los femicidios, para exponer el caso más estremecedor, nos retrotraen todos los días a la crueldad primitiva del poder, donde la fuerza física es determinante.

Sin embargo, la democracia no logró doblegar del todo la cultura histórica. Ciertos rasgos del poder atravesaron las épocas y los sistemas políticos. Quizá el más prevaleciente y universal es el privilegio.  La prerrogativa del que está ubicado en un rango superior. Podría decirse que desde la antigüedad hasta hoy, el privilegio marca una de las diferencias cruciales entre los que tienen poder y los que carecen de él.

La cultura, con sus conductas arraigadas, no solo reproduce el privilegio sino que lo naturaliza. Entre otros, tres rasgos contribuyen a ese proceso: la conciencia de superioridad, el distanciamiento social y la afinidad con los iguales. Estos signos del poder rebaten dos mitos: que la democracia es incompatible con la desigualdad, y que la grieta produce divisiones irreconciliables.

La conciencia de superioridad es propia de los que ocupan altos puestos. Ellos se acostumbran a ser distinguidos, a acceder a la solución de sus problemas, a que les abran las puertas y les faciliten los negocios. A estar primeros por influencia, no por mérito. El sentimiento de superioridad acostumbra a los privilegios y reblandece el aprecio por lo público. Es paradójico: contradice la democracia en democracia.

El covid es un punto de inflación, una catástrofe
histórica y global cuyas
consecuencias aún no pueden evaluarse

El distanciamiento social es otro rasgo característico: los poderosos pierden noción de la vida de los ciudadanos comunes. Caminan por la calle solo por indicación de sus asesores de imagen, viajan detrás de vidrios polarizados, se reúnen en los pisos más altos de las torres de cristal, que hacen juego con su estatus. Como cantó la insuperable María Elena Walsh, ellos van “del sillón al avión/ del avión al salón/ del harén al edén”. Y en esos trajines olvidan cómo viven las personas comunes.

Por último, existe la afinidad de intereses. La que niegan los abonados a la grieta, acaso porque no conviene a la tosquedad de sus argumentos o al prejuicio de sus audiencias. Lo cierto es que los altos cargos de distintas ámbitos poseen intereses comunes, expresados en simpatías, alianzas estratégicas, negocios y proyectos que están por encima de sus posiciones ideológicas.

Esta fenomenología no constituye un juicio de valor, surge de una constatación empírica. Tampoco pretende asimilar el ejercicio del poder a una fatal arbitrariedad que ejecutarían minorías perversas. Existen los buenos gobiernos que conviven inteligentemente con élites razonables, preservando el bien común, y existen los malos gobiernos a pesar de que las controlan y limitan.

El realismo sociológico caracterizó el rol de las élites, sus modos de surgimiento, funcionamiento y reproducción. Es una lección imprescindible para entender cómo son de hecho las sociedades, no cómo quisiéramos que fueran. El realismo muestra la otra cara de la democracia e intensifica el debate nunca resuelto entre libertad e igualdad dentro del sistema.

En esa línea, el sociólogo Charles W. Mills interpeló con severidad a las élites, en The power elite, un clásico vigente publicado en 1956. Su tesis es que en Estados Unidos la extraordinaria concentración del poder deja al país a merced de una cerrada minoría que impone sus deseos a la sociedad. Esta concentración es mortífera: el monopolio de las decisiones y los privilegios, además de amplificar la inequidad, favorece la corrupción.

En el caso de las vacunas vip deben sumarse a estos rasgos estructurales la convicción argentina en la impunidad y, como observó el periodista Claudio Jacquelin, la proximidad del hecho a la enfermedad y la muerte. Irónicamente, vacunando primero a los prebendados, las autoridades decidieron a quiénes salvar y a quiénes postergar, cuando habían enfatizado que la larga cuarentena era para evitar que los médicos tuvieran que enfrentar ese cruel dilema.

El Presidente hizo control de daños expulsando de manera fulminante al ministro de salud. Con eso buscó preservar su jefatura y a los funcionarios decentes del escarnio. Sin embargo, aún falta tiempo para saber si esta decisión conformó o no a la opinión pública. Es un dato significativo, porque Alberto Fernández construyó su prestigio conduciendo al país en medio de la pandemia, más allá de las deficiencias sanitarias y las muertes.

Como se ha repetido tanto, el covid es un punto de inflexión. Una catástrofe histórica y global cuyas consecuencias aún no pueden evaluarse. Constituye un fenómeno completamente nuevo, que los especialistas deben incorporar a sus modelos cualitativos y cuantitativos hasta poder obtener explicaciones ciertas, en lugar de las nebulosas hipótesis que ofrecen hoy.

A pesar de eso, tal vez la sociedad argentina asimile este escándalo como tantos otros y lo minimice, sobre todo si empieza a ser masivamente vacunada. Aunque también pudo haberse traspasado un límite. Si fuera así, las mayorías podrían decir: tolerábamos ser gobernados por las élites, pero nunca imaginamos que se atreverían a tanto.

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.