COLUMNISTAS

Lévi-Strauss, escritor

“Odio los viajes y los exploradores”. Así comienza Tristes trópicos, seguramente la más célebre y genial primera frase de un libro de antropología.

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“Odio los viajes y los exploradores”. Así comienza Tristes trópicos, seguramente la más célebre y genial primera frase de un libro de antropología. Con esa advertencia, Claude Lévi-Strauss toma distancia del lugar común de la disciplina (la figura del explorador, del aventurero, del que se interna en territorio desconocido) y, a la vez, propone el principio de contradicción interna como la base de un texto: no cabe dudas de que Tristes trópicos es un libro de viajes y, además, un gran libro de viajes. Pues el texto se contradice ya desde la primera línea, pero no como un error, un olvido o un engaño, sino como un principio activo de la producción de sentido: los textos discurren, pero no avanzan; progresan, pero no de manera lineal; se despliegan, pero ajenos a toda inclinación alegórica. No caben dudas de que Lévi-Strauss era, además, o sobre todo, un gran escritor. Clifford Geertz, otro gran escritor antropólogo, le dedica un hermoso capítulo de su libro El antropólogo como autor, llamado “El mundo en un texto”. Geertz comienza con una afirmación algo evidente, pero que nunca está demás repetir en estos tiempos de regreso a cierto positivismo (no sólo en las ciencias sociales, sino también en la propia literatura): “La obra de Lévi-Strauss constituye un caso especialmente iluminador de la idea según la cual separar lo que uno dice de cómo lo dice (…) resulta tan tramposo en antropología como en poesía, pintura u oratoria”. Partiendo de esa constatación sencilla (pero vale la pena insistir: si es tan sencillo, ¿cómo es posible que muchos de nuestros cientistas sociales y escritores todavía no lo sepan?), Geertz avanza un paso más y relaciona el estilo de Lévi-Strauss con las preocupaciones estéticas de cierta vanguardia teórica: “Tristes trópicos (…) es una conjunción sintáctica de elementos discretos, conectados horizontalmente sobre lo que Jacobson ha llamado ‘el eje de la contigüidad’ (…) es un poema formalista ruso típico”. Para luego, una vez introducida la dimensión poética de la escritura, dar el salto mortal de colocar a la poesía como matriz de explicación de las estrategias textuales del antropólogo: “Contemplar Tristes trópicos en términos de construcción textual, como el architexto a partir del cual todos los demás textos, en el sentido lógico de la palabra, han sido generados (según los versos de Wallace Stevens: ‘Lorito de loritos que sobre la selva de loritos prevalece/una pepita de vida en medio de una profusión de colas’) puede conducir a una comprensión más fructífera del pensamiento de Lévi-Strauss”.

Invocar a la poesía para especular sobre un texto de ciencias sociales no es un puro manierismo, un acto de frivolidad o una locura. Además de Geertz ya lo había hecho Sennet en La conciencia del ojo, donde tomaba a John Ashbery para pensar la trama urbana de Nueva York y, por supuesto, hay muchos otros ejemplos anteriores, comenzando por Marx (aunque quizás no sean muchos, al contrario, tal vez sean demasiado pocos). Pero en verdad, el asunto no reside en citar una frase de un poema (el ensayismo argentino más ramplón incluye siempre, como elemento decorativo, acápites de Edmond Jabès, Walter Benjamin, e incluso hasta de Perlongher) sino, en leer a Lévi-Strauss o a tantos otros grandes prosistas, para extraer las consecuencias radicales de la relación entre escritura y ciencias sociales.

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Entre el modelo hegemónico de investigador académico, que toma a la escritura como un mero canal de transmisión de ideas, y un ensayismo en retirada, que invocando glorias tan ajenas como pasadas, ha aportado –salvo alguna excepción– muy poco al debate crítico; hay todavía una estrecha pero imprescindible vía para repensar la escritura de las ciencias sociales bajo otro modelo: el del placer del texto.