Mientras el mundo nos sigue pasando por encima, en la Argentina continuamos enredados en pujas, discusiones, confrontaciones y gambetas de potrero. Lo cierto es que desde hace sesenta años venimos declinando como Nación, perdemos posiciones en el rango de las naciones del mundo en toda dimensión concebible. Desde los ámbitos políticos no se habla de eso ni se proponen respuestas conducentes. La casa se agrieta, las goteras la permean, las napas infiltran los suelos, mientras nosotros seguimos discutiendo donde colocar un jarrón en el living o nos distraemos rompiendo los jarrones que aún nos quedan. Nuestros Congresos, desde hace décadas, votan leyes tras leyes que a la postre resultan irrelevantes ante las realidades que pretenden legislar; a lo sumo, obstaculizan a quienes se dedican a producir o a crear. Ninguna ley ha impedido que hoy haya en nuestra sociedad más personas debajo de la línea de pobreza que décadas atrás. Ninguna ley ha impedido el crecimiento alarmante de la desnutrición infantil. Ninguna ley ha evitado la impresionante declinación de nuestro sistema educacional, que fue un modelo al menos en el mundo de habla hispana. Ninguna ley impide que se practiquen cada día numerosos abortos en condiciones sanitarias inaceptables. Ninguna ley evita que un número cada vez mayor de jóvenes se droguen cuánto y cómo quieren. Ninguna ley impide que personas que cumplen sentencia de prisión salgan de la cárcel, roben, maten y vuelvan tan campantes, ni que jóvenes desaforados roben y maten a mansalva y no les pase absolutamente nada por la inacción, o la complicidad, de jueces y policías. Ninguna ley ha evitado que las empresas de capitales argentinos sean compradas por capitales extranjeros. Ninguna ley, ni ninguna medida de protección a la industria y de estímulo a economías regionales, han impedido que seamos uno de los países con menor crecimiento del producto generado en las manufacturas sobre el producto total, en el último medio siglo en el mundo entero. Ninguna ley diseñada para perjudicar al agro ha conseguido su propósito de evitar que el sector agropecuario siga siendo el puntal inconmovible de la producción y del bienestar de la sociedad argentina.
La Ley de Medios de prensa votada en el Senado el viernes 9 de octubre posiblemente tampoco generará ninguna realidad mejor, lo que no quiere decir que no haya cosas por mejorar, en ese plano como en tantos otros. Dicho más apropiadamente: está todo por mejorar en la Argentina, pero no es con leyes como esta, sancionada de la manera en que esta ha sido sancionada, que se mejorarán las cosas. La realidad de los medios de comunicación, como todas las realidades que sufrimos a diario, no pasa por la materia que tratan las leyes; está en otro plano, en otra napa de la realidad. La Ley podrá, eventualmente –si lo logra– molestar a algunos actores que hoy son titulares de algunos medios, pero la realidad se mueve por otro andarivel. Esta Ley, como tantas otras, es el producto de voluntades y equilibrios políticos, generados y definidos en situaciones y por jugadores políticos que están literalmente en otro mundo, ajenos a lo que sucede en el mundo real que los rodea.
La comunicación masiva se está transformando y está tomando formas nuevas a través de estructuras, infraestructuras y superestructuras sobre las cuales esta Ley –y posiblemente ninguna ley– dice nada ni puede actuar. Este fenómeno no es nuevo; lo que sorprende es que los legisladores no tomen nota de eso. Hace unos sesenta años Perón quiso controlar los medios de prensa para acallar voces opositoras; pero no pudo impedir que una gran parte de la población escuchase Radio Colonia, y tampoco pudo impedir que la opinión pública se pusiese en su contra después de años de haber estado a su favor. Los europeos cambiaron las regulaciones sobre la radiodifusión y la televisión cuando se hizo evidente que ningún gobierno podía impedir que señales emitidas fuera de su territorio atravesasen las fronteras. Los soviéticos prohibieron el uso del fax en los hogares y eso, lejos de consolidar al régimen, aceleró su desgaste final. El régimen chino necesita negociar con Google porque ni sus leyes ni su policía pueden controlar la penetración de Internet en su sociedad –y está por verse cuánto se consigue por esa vía–.
Es dramático que mientras la sociedad hace lo que puede para ser parte del mundo al que pertenece, la política en la Argentina siga con el reloj siempre atrasado, autocomplaciéndose en la ilusión de que cumple alguna función relevante simplemente porque consigue poner trabas en los procesos productivos y creativos de los habitantes.
*Rector de la Universidad Torcuato Di Tella.