Por razones que no vienen al caso ahora, tengo una parte importante de mi biblioteca embalada en cajas. Las muevo de habitación en habitación, y cada tanto abro alguna para ver si adentro está todo en orden. Entonces encuentro libros que hacía mucho que no veía y que, en algunos casos, me habían gustado. Rápidamente los separo, amparado en el buen recuerdo que tengo de ellos, y los voy agregando a una caja que rotulé “Para releer”. Primero, Sobre el estilo tardío. Música y literatura a contracorriente, de Edward W. Said (Debate, Barcelona, 2009). Recuerdo la relación que Said establece entre el estilo tardío en Beethoven y la noción de negatividad (creo que incluso llega a decir que esas obras son “catastróficas”, en el sentido de la catástrofe, de lo irreconciliable, de la fractura de cualquier ideal de totalidad). Me acuerdo de eso, no mucho más. No recuerdo si Said piensa en Adorno. Pero no puede no pensar en él. No puede no haber pensado en el interés que Adorno le presta al último Beethoven, y el modo en que ubica esas obras en una genealogía que pasa por Mahler y desemboca en Schoenberg. Por supuesto, inmediatamente me dieron ganas de releer también Reacción y progreso, compilación de textos de un Adorno aún no maduro en el que es cuestión un Beethoven ya sí maduro. ¿En qué caja habrá quedado?
En “Para releer” incluí también Una locura cotidiana, antología de cuentos de Elizabeth Bishop (Lumen, Barcelona, 2001), en particular En prisión, que volví a leer ya varias veces y que de vez en vez me fue pareciendo mejor. Conozco de memoria varios pasajes, como la primera frase: “Espero con impaciencia el día de mi encarcelamiento”. La confesión parece la de un delincuente, un asesino, un prófugo que sabe que, tarde o temprano, será detenido. Pero no. Es solo el deseo del narrador –protagonista del cuento– que, luego de haber realizado diversos cálculos y estimaciones, llega a la conclusión de que vivir el resto de su vida en la cárcel es lo mejor que le podría pasar. Viviendo actualmente una vida de hotel, la prisión, bajo ciertas condiciones que enumera, se le vuelve la mejor opción: la mayoría de las prisiones tienen biblioteca –lo que le permitiría practicar su pasatiempo favorito, leer–, comer dos veces por día, usar mamelucos naranjas y despreocuparse de la ropa, la moda y esas trivialidades. No aspira a mucho más. El relato termina con una impecable reflexión acerca de la dificultad para diferenciar entre libertad y necesidad.
A relectura también va L’épreuve de l’étranger, de Antoine Berman (Gallimard, París, 1984). Magnífico libro sobre el romanticismo alemán –en especial sobre el rol de Herder, Schlegel, Novails y Hölderlin como traductores–, L’épreuve de l’étranger es una profunda interrogación acerca del idioma como problema, sobre lo que la lengua tiene de propio y de extranjera, sobre la traducción como horizonte definitivo de la modernidad. Dicho de otro modo: Berman postula la traducción como el modo privilegiado de la crítica. Recuerdo el último capítulo (¿o era el epílogo?), pensado casi como un manifiesto para comprender al siglo XX bajo el modo de la relectura de esa tradición que viene del XVIII. No recuerdo si menciona a Benjamin, pero intuyo que sí. No es posible pensar su obra –y sus textos sobre la traducción– sin el peso de esa tradición detrás.