En 2005, el director austríaco Michael Haneke presentó la película Caché (escondido, en francés). El protagonista –Daniel Auteuil– empieza a recibir videos anónimos filmados en las inmediaciones de su casa. Esas cintas operan sobre la familia despertando confusión y reproches. Se trata de una metáfora del problema de Argelia, que en la sociedad francesa está siempre al acecho. En un pueblito del interior de Alemania, hace unos años, estaba toda una familia sentada a la mesa junto con mi hijo menor, que había ido allí en un programa de intercambio. Entonces se produjo un cataclismo: el padre pronunció la frase “Arbeit macht frei”, que significa “El trabajo nos hará libres”, y todos estallaron. Era el lema que coronaba la entrada al campo de Auschwitz.
Hay temas que están en los subsuelos de las sociedades: son las llagas tatuadas sobre la piel común, traumas históricos insoportables por el sobrepeso de culpa que generan. Entre los argentinos el tema de los desaparecidos cumple un papel análogo. Néstor Kirchner lo advirtió no bien llegó al poder, en 2003, y por eso él, que jamás había tenido gestos relacionados con los derechos humanos, se apropió de los artefactos simbólicos que lo rodeaban. Bajó el cuadro del dictador, les dio dinero y negocios a los organismos, anuló las leyes de obediencia debida y punto final y reactivó juicios contra represores. Una ficción: el rostro enmascarado como mero soporte. Le funcionó. Como en el film, era un tema que estaba ahí, catatónico, escondido.
Santiago Maldonado, el joven que hacía changas por el sur y que adhería a causas heterogéneas, en contra de las salmoneras o a favor de los mapuches, ¿vuelve sobre esta llaga argentina? No está claro que haya sido capturado o asesinado por Gendarmería. Ni siquiera está claro que haya participado del corte de la Ruta 40 el 1º de agosto. Tampoco está probado que estuviera en el interior del campo de Benetton donde entró Gendarmería. La hipótesis grave de que haya sido secuestrado por gendarmes es una posibilidad que goza de tanta validez como otras: podría ser que haya tenido un accidente o que haya muerto en un altercado. Pero la idea de que haya habido un plan estatal para matarlo es un disparate gigantesco. Es tan claro que no es un “desaparecido” en el sentido mítico del vocablo como que el kirchnerismo se monta en el caso para retomar la estrafalaria equiparación de Macri con la dictadura.
Saben que es un pliegue, una llaga, un temblor, el encofrado oculto y podrido de nuestra sociedad, y por eso lo usan. Usarlo es una bajeza moral. En 2003 a Néstor Kirchner le funcionó la apropiación porque no lo conocíamos. Ahora la sociedad está alerta: no bien los gremios docentes quisieron imponer en las escuelas el tristemente célebre instructivo los anticuerpos reaccionaron. Y Cristina levantando en una misa de Merlo la pancartita de Maldonado dio una imagen patéticamente falsa. Pero que no les funcione electoralmente no quiere decir que sea inocuo: la violencia antisistema que salta a la superficie con este caso espanta. ¿Con qué ánimo vamos a seducir a un inversor cuando aquí hay grupos que reivindican la tierra por motivos ancestrales? Los argentinos somos el producto de la civilización europea del mismo modo que los franceses son fruto de la colonización romana y a ningún francés se le ocurre reivindicar la civilización gala primitiva. Volver a los orígenes es ridículo porque todo nativo fue alguna vez extranjero. El reclamo de los mapuches es reaccionario y precapitalista, su situación de clase oprimida no tiene que ver con no poseer la tierra, sino con no tener técnicas avanzadas para cultivarla, buena educación e integración a la sociedad. Más aún: hablar de aborígenes, tratando a la gran mayoría de los argentinos europeos como si fuéramos usurpadores, es la herramienta óptima para asegurarse el aislamiento y cristalizar su situación miserable.
*Escritor y periodista.