No estoy seguro de que los pueblos tengan siempre los gobiernos que se merecen. Esa regla me parece, en cambio, irrefutable cuando se trata de las estrellas de televisión. Eso sí me resulta cierto: que los pueblos tienen siempre las estrellas de televisión que se merecen, ya sea que se piense que son formadores de opinión o ya sea que se piense que son el mero reflejo de opiniones ya existentes (¿cuál de las dos opciones vendría a ser más desoladora? ¿Suponer que esas barrabasadas que dicen aquí y allá las instalan o que solamente las recogen?). Por tal razón considero menos interesante defenestrar sus programas o sus pareceres, así sea con justicia, que indagar cuáles son los mecanismos que ponen a funcionar y les conceden ese opaco fulgor que en la tele se llama “éxito”.
La señora Mirtha Legrand, por ejemplo, ¿no encarna (y el verbo lo uso adrede) la ilusión de que la sabiduría de la senectud pueda alcanzarse sin por eso cargar con el aspecto que corresponde a esa misma edad? Le llamo ilusión porque no creo que sea verdad; pero se trata, en cualquier caso, de una ilusión de gran eficacia: la de que la voz del paso de los años puede brotar de un rostro para el cual los años no pasan, una atroz eternidad que transcurre más acá del tiempo y a la vez más allá del tiempo.
Otro ejemplo, el de Moria Casán: el mito de su singular inteligencia, que acaso alentó ella misma más que nadie, ¿no desbarata el prejuicio social tan instalado, que entiende siempre que las mujeres de la farándula son tontas y que si alguna inteligencia existe allí es propiedad exclusiva de los hombres? Moria Casán encarna (y el verbo lo uso adrede) la ilusión de que la inteligencia concentrada y la sexualidad desbordante puedan habitar en una misma persona, y acaso esa combinación es la que presiente cuando dice, alimentando en definitiva el prejuicio, de sí misma que es travesti.
La estrella parpadeante que es Tinelli, ¿no vino acaso a consagrar la función social de la redundancia? La duplicación continua de lo que se dice y lo que se ve, la necesidad incontenible de explicarlo siempre todo, incluso lo más obvio, o sobre todo lo más obvio, ¿no expresa el más potente de los intentos por acabar con cualquier connotación en la comunicación? La ilusión de lo evidente, o de que todo es evidente, ¿no es, aunque falsa, poderosa y sintomática?
Completo esta modesta constelación con la diva Susana Giménez. Leímos en estos días lo que declaró en Radio 10: que lo que la Argentina está precisando es más represión. Por un lado es previsible que esta estrella reclame represión, barrer protestas, matar al que mata, etcétera, etcétera; sobre todo si dialoga con Oscar González Oro (mimetizarse con el interlocutor es en ella un impulso fatal: entrevistando a Verónica Castro, por ejemplo, no puede dejar de hablar en “mexicano”). Y aún así, pese a todo, podría también sorprender que se pronuncie de este modo a favor de la represión. Porque la clave de su gran éxito televisivo radica sabidamente en su “frescura” y en su “espontaneidad”, esto es en decir siempre lo primero que se le viene a la cabeza, sin emplear nunca ese filtro (cautela, sensatez, pensamiento, lo que sea) que es pariente directo de la represión.
Por supuesto que con sus dichos ella hablaba de otra cosa: hablaba de reprimir a los pobres, a los sumergidos, a los excluidos, y a los que luchan junto con ellos. Si llegaran a hacerle caso, sin embargo, deberían tomar nota de lo que toda represión desencadena tarde o temprano: el retorno de lo reprimido.