Hace unos días pasó por Buenos Aires una serie de escritores y críticos chilenos. Vinieron al
encuentro de crítica y medios de comunicación que organizó el Gobierno de la Ciudad. Alejandro
Zambra dio una muy inteligente charla sobre su trayectoria como crítico literario; de paso, llena
de observaciones agudas sobre la Argentina, que recordaban a las ironías de Joaquín Edwards Bello
en sus crónicas o en novelas como Criollos en París. También estaba Matías Rivas, editor de la
buena editorial que sostiene la Universidad Diego Portales, y Pedro Pablo Guerrero, editor de la
Revista de Libros de El Mercurio. Había también invitados uruguayos, españoles y cubanos. Uno de
los participantes chilenos mencionó, al pasar, algo que a mí me pareció significativo: cada vez que
un argentino, para recomendarle favorablemente un disco, un libro o una película, recalcaba que
“es delirante”. Situación que le resultaba más que extraña. Como si delirante se
hubiera vuelto un adjetivo calificativo que connota positivamente, un código compartido, un guiño
entre entendidos: delirante da moderno, inteligente, desenvuelto, cool.
No tengo un buen diccionario de sinónimos (uso el berretón Compact Océano) y por eso no
figura la palabra “delirante”, pero sí “delirar”. Sus antónimos son:
razonar, desilusionarse, rechazar, equilibrarse, centrarse, recapacitar, reflexionar, saber lo que
se dice, estar sobre sí, refrenarse. De muchos de esos términos me siento más cerca que de
“delirante”. Me siento bien cercano a una literatura que “reflexione”, que
“rechace” (el estado de las cosas) y, por qué no, que ponga a la
“desilusión” en el centro de su prosa. Siguiendo con la literatura, hay ya una
tradición reciente a la que, de manera más bien vulgar, muchas veces se tilda de
“delirante”: Puig, Copi, Aira, Libertella, Guebel, Bizzio, Sebastián Bianchi, Blanca
Lema (de la que ya se oirá hablar). Esos nombres han escrito buena parte de lo más radical, agudo e
interesante de la literatura argentina de los 60 para acá. ¿Es posible que hayan desembocado sólo
en un eslogan? Es cierto que delirante es la moda del entorno: las publicidades de TV están
repletas de freaks y humor bizarro, la deformidad se ha vuelto un atributo del rock, los noticieros
se asemejan cada vez al cine de terror clase B, y hasta el Gobierno hace campaña llamando a ser
“un país normal” (como si no lo fuéramos).
Sin embargo, delirante es un concepto de una potencia inusitada, un término central para una
cierta tradición filosófica (de Deleuze a Barthes y Foucault) que se propone una crítica radical de
las instituciones cerradas, de la ideología dominante, del sentido común epocal y de los mecanismos
de represión social, económica y cultural. En realidad, habría que arrancar un poco antes, en De la
psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, la tesis de doctorado de Lacan, de 1932.
Es un Lacan que todavía no descubrió a Freud y que, bajo la influencia surrealista del Dalí del
método paranoico-crítico, piensa el delirio interpretativo como un punto de llegada y no de
comienzo, como un puente con el deseo, la sexualidad y la libertad. Del libro tengo una edición de
bolsillo, en francés, publicada por la editorial Seuil en 1975. En la contratapa, escribe Lacan
firmando con sus iniciales: “Tesis publicada no sin reticencia”. Es entendible: luego
Lacan se desplazaría hacia otros confines, quizás más complejos y eruditos que los de su tesis,
pero al mismo tiempo más conservadores y normativizantes. Pero volviendo a Deleuze, junto con
Guattari, discutiendo con Lacan, escribe en El anti-Edipo: “El inconsciente no delira sobre
papá-mamá, delira sobre las razas, las tribus, los continentes, la historia y la geografía, siempre
un campo social”. El delirio como una fuerza instituyente, un desafío crítico, un modo
anarquista de entender el mundo. Delirio es una palabra crucial en el pensamiento crítico que, como
tantas otras, parece condenada a banalizarse.