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Lo que deja la Cumbre de Panamá

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La historia de las relaciones de Estados Unidos con Cuba nunca ha sido sencilla. Desentrañar la importancia del encuentro ocurrido en el seno de la Cumbre de las Américas, celebrada en Panamá, nos exige retrotraernos más allá de los tiempos en que se iniciaba la Revolución del’59, de la mano de los hermanos Castro y del Che Guevara.
Un poco más lejos, hacia inicios del siglo XX, tras haber vencido a España en la guerra hispano-norteamericana, guerra que le dio la posibilidad a Cuba de lograr su independencia, los Estados Unidos lograron que la joven nación incluyera en su Constitución una enmienda, conocida como la Enmienda Platt, que rezaba, según su artículo III: “Que el gobierno de Cuba consiente que los EE.UU. pueden ejercer el derecho a intervenir para la preservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno adecuado a la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual”.
De la mano de dicha enmienda, se sucedieron las intervenciones norteamericanas en la isla, hasta que, iniciando una nueva era, el demócrata Franklin D. Roosevelt la derogaba iniciados los años 30, cuando el mundo comenzaba a recorrer los años que acabarían en la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el gobierno de Fulgencio Batista nunca ocultó sus simpatías para con el coloso del Norte. No hizo más que dar letra a los jóvenes revolucionarios y al pueblo que luego los acompañó.
Pero la guerra por Cuba dejó consecuencias profundas y duraderas en toda la región. Confirmó la hegemonía de los Estados Unidos en su –desde entonces– patio trasero. Y fue el puntapié para que gran parte de la clase política latinoamericana (aquella no aliada con Washington) expresara abiertamente su recelo hacia ellos.
Tiempo después vino la Revolución Cubana; y luego, la crisis de los misiles y sus legados, el bloqueo y el embargo. Terminó la Guerra Fría y, a pesar de todos los pronósticos agoreros, Cuba no se rindió ante el final anunciado. Como un paladín inesperado, llegó Chávez finalizando el siglo XX, para darle un respiro a su siempre crítica economía y un compañero a la lucha político-ideológica.
Si el siglo XX cerraba con la esperanza de un encuentro entre latitudes, a la vuelta de la esquina, el XXI deparó liderazgos que cooptaron adeptos haciendo gala de su discurso antiyanqui. Mientras transcurrieron los primeros años de este siglo, dos izquierdas distintas se hicieron visibles en la región. Una, más pragmática, selectiva en su acompañamiento a Washington, otra claramente ideológica, marcada y atravesada por su definición “anti”. Siendo Chávez el exponente máximo de estos últimos, en su discurso de 2006 en el seno de las Naciones Unidas declaró: “Ayer vino el diablo aquí, ayer estuvo el diablo aquí, en este mismo lugar. ¡Huele a azufre todavía esta mesa donde me ha tocado hablar! Ayer, señoras, señores, desde esta misma tribuna, el señor presidente de los Estados Unidos, a quien yo llamo ‘el diablo’, vino aquí hablando como dueño
del mundo”.
Así las cosas, la llegada de Obama fue un halo de esperanza que recorrió la región. La mayoría de las expectativas que había generado se diluyeron con los años, trabado por un Congreso que es un actor clave en el hacer de política exterior, no todas sus propuestas se materializaron en el tiempo de su mandato. Pero el descongelamiento de las relaciones con Cuba está dando sus primeros resultados. En un encuentro que quedará en los anales de la historia por su importancia más que por su contenido, Obama y Castro iniciaron una nueva época.
Signo de los tiempos que corren, la mayoría de los presidentes latinoamericanos alabaron y avalaron el esperado encuentro. Pero no todos. Algunos, anclados en el pasado, utilizaron la Cumbre para machacar contra la política norteamericana.
La historia está por escribirse. Un nuevo capítulo se está iniciando.

*Investigadora del Instituto de Ciencias Sociales de la UADE.