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la seleccion de basquet, delpo, la peque pareto y el equipo de voley, entre otros.

Lo que importa es lo que queda fijo en la memoria

Los periodistas argentinos deberíamos acostumbrarnos a que nuestra misión no es transmitir triunfos, sino ser el mejor puente posible entre nuestros deportistas y su gente, y ustedes, la opinión pública.

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Los periodistas argentinos deberíamos acostumbrarnos a que nuestra misión no es transmitir triunfos, sino ser el mejor puente posible entre nuestros deportistas y su gente, y ustedes, la opinión pública.
Ni que hablar cuando se trata de un juego olímpico: en tanto no seamos ni China ni los Estados Unidos, tenemos que disfrutar de cada pequeña sonrisa como si se tratase de un récord mundial.
Más aún cuando uno deba admitir algo de milagro genético en que una nación sin políticas deportivas y muy pequeña en infraestructura lleve más de un siglo disfrutando de tantas alegrías en tantos deportes diferentes.
No lo dude. Sólo piense. Y no sólo en el fútbol, el boxeo o el automovilismo. La Argentina ha disfrutado de momentos inolvidables en las más diversas especialidades, desde taekwondo y windsurf hasta hockey o básquet. Y no siempre al lado de los nombres de deportistas ilustres aparecen los de algún dirigente a la altura. Ni de una pileta, una pista, una pedana o un tatami. Deportes con pocos estadistas y escaso de ladrillos.
El fútbol es una masa informe de vanidades que ya no sabe por qué pelea. Al básquet lo salvaron del robo total un puñado de próceres que aún hoy nos regalan momentos inolvidables. El tenis tuvo que entregar casi todo su negocio hace más de una década a manos privadas –L’Egalite, empresa de Fernando Marín– porque no se bastaba ni para abrir oficinas durante el verano. El judo debió relevar hombres destacados porque hasta la entrañable y discreta Paula Pareto se hartó. El atletismo se maneja con la lógica del Vaticano, los sindicatos o las intendencias del conurbano: con un puñado de incondicionales, los cargos se convierten en vitalicios. El rugby estuvo al borde de la desintegración poco antes de que Los Pumas eclipsaran todo ganando la medalla de bronce en 2007.
Así podríamos seguir todo el día. Si usted cree que Julio Grondona fue más dañino que productivo, créanme que en muchas federaciones hay gente que tiene algo de eso.
Lo mágico, y a veces peligroso, es que, cuando los atletas corren, los nadadores nadan y los jugadores juegan, todo eso se convierte en una metáfora desgraciada que, desde el anonimato, aprovecha para devorarse lo poco que va quedando.
Así pasa, especialmente, con los Juegos Olímpicos. Hace ocho días que no hablamos ni de ISIS, ni del zika, ni de la Villa Olímpica, ni del transporte ni de los caimanes que espían desde las lagunas de la cancha de golf de Pontal.
Desde hace más de una semana todo pasa por nombres como Phelps, Ledecky, Ayana, Pareto, Del Potro o Campazzo, Y así es en español, portugués, en italiano, en turco o en azerí. No importa de dónde vengamos, apenas arrancan los juegos, los periodistas recordamos que la razón que nos convoca es el deporte y no las miserias que lo rodean.
No hace falta ir demasiado lejos para llegar a esa conclusión. Ayer, durante algo así como cuatro horas, muchísimos argentinos fuimos entrenadores de básquet y coaches de tenis. Le explicamos a los gritos a Ginóbili cómo había que tirar los libres y a Del Potro que para meter el primer saque, había que tirar la pelota más alta.
Finalmente, Manu nos explicó sin hablar que nadie más que él sería capaz de adueñarse del último rebote y meter los libres decisivos en un partido que durante un rato pareció una pesadilla. Y Delpo le ganó a Nadal sin necesidad de meter un primer saque sino devolviéndole al español esas urgencias que históricamente Rafa le encaja a todos aquellos que creen que el tren sólo pasa una vez en la vida y, si no te subís, quedás afuera del torneo.
Del Potro, Ginóbili, Scola, Nocioni, Delfino y Campazzo. O Velasco, De Cecco y Conte. Y Peque Pareto, esa gigante de 48 kilos. Y los Leones, las Leonas, las Panteras y la Garra. O Joana Palacios, una pesista que hasta hace poco se entrenaba a la intemperie. Y Fernanda Russo, que a sus 16 años lloró emocionada por un 20º puesto que no imaginaba. Y el diploma que clavó Melisa Gil. Y el Impacto Melián, que todavía sueña con una medalla.
Todas realidades diferentes. Hombres y mujeres. Amateurs y profesionales. Altos y bajos. Flaquitos y rellenos. Musculosos y estilizados. Gente que corre, que salta, que usa raquetas o palos. Algunos andan a caballo y otros en el agua. En el agua en un bote, en una canoa o en cueros. Algunos lo hicieron mejor que lo esperado y otros esperan tener una revancha en Tokio. Muchos la están peleando y unos cuantos ni siquiera debutaron. Uno solo, Del Potro, tendrá mañana su segundo podio olímpico.
Ellos son los dueños de los juegos. Y los de nuestras emociones. De las alegrías y de las tristezas. Si lloraste con la Peque y puteaste porque se nos fue el fútbol, siempre es porque un deportista intentó hacer algo. Con la entrañable ayuda de cuerpos técnicos y el apoyo de pocos dirigentes. No siempre quienes acompañan a las delegaciones cumplen con su función de solucionar problemas y asistir a los deportistas, que son los únicos con auténtico derecho a reclamo y que, curiosamente, son los que no se quejan.
A la vuelta de estas horas dulces de dormir poco, de acostarse pensando en que la mañana arranca con el golf y la noche termina con beach vóley y levantamiento de pesas, son tantas las cosas que pasan por día que se pierde el registro de si aquello que creemos ocurrió el mediodía de ayer, no fue, en realidad, durante la tarde del martes último. Ni si se repetirá en la del próximo jueves.
Poco importa. Un juego olímpico se deglute, no se procesa. No hay tiempo para tal cosa. En definitiva, como impuso Truman Capote, lo que importa es lo que queda fijo en la memoria.
En este caso, en el corazón. Porque, por si aún no se los había dicho, vivir la vida en modo olímpico es ser, durante un largo día con dieciséis siestas, el hombre más feliz del mundo.

*Desde Río de Janeiro