Es conocida la respuesta de Vladimir Nabokov a la revista Reader’s Digest cuando en los años 60 le pidieron que respondiera a la pregunta “¿Debe un escritor tener compromiso político?”. La propuesta, que había sido enviada a grandes personalidades de la literatura norteamericana y extranjera de entonces, prometía un pago de cinco centavos por palabra y no ponía límite a la extensión de la respuesta. Nabokov se sentó a su máquina de escribir, escribió lo que opinaba al respecto, dobló el papel, lo metió en un sobre y lo expidió, luego de haber lamido con fruición la correspondiente estampilla, a la redacción que la revista tenía en Manhattan (seguramente todavía sigue ahí). Al abrir el sobre se encontraron con la siguiente respuesta: “No. Me deben cinco centavos”.
Otro escritor que tranquilamente hubiese podido enviar una respuesta parecida era Arno Schmidt. Su visión del escritor distaba mucho de la visión romántica que aún, en ciertos círculos, impera. Para Arno Schmidt el escritor se ocupa de mirar hacia el pasado, por eso prefiere utilizar el pasado remoto. Exigirle una opinión sobre el presente equivale al intento de levantar agua con un tenedor: la realidad se le escapa. Cuando en 1954, para hacer frente a las críticas que le llovían, acusándolo de no mirar el presente y contribuir a su desarrollo –o destrucción–, escribió un libro, El corazón de piedra, al que agregó un subtítulo (Schmidt odiaba los subtítulos: algo demasiado hegeliano para él): Una novela histórica de 1954. Pero era una trampa: los únicos signos de que la acción se desarrollaba en 1954 era la mención continua e incansable de marcas y productos: detergente, lavarropas, heladera, automóviles... su mención siempre es seguida de un nombre propio –algo que a fin de cuentas las cosas se merecen: ser llamadas por su nombre.
Cuatro años después publica el libro de relatos Dya Na Sore. En el último de esos relatos, “Tina o de la inmortalidad”, vuelve a insistir, en clave grotesca, en el papel del escritor en la sociedad moderna. El relato, calificado por el crítico Hans Mayer como “una obra maestra” (ein Meisterstück), se funda en un hallazgo verdaderamente original: el narrador, a causa de un encuentro banal, es llevado a un evanescente lugar subterráneo llamado Eliseo (que precedentemente ha sido conocido por otros grandes escritores: Tieck, Holberg, Verne, Casanova, todos ellos narradores de viajes a las profundidades de la Tierra), donde encuentra reunidos, en calidad de residentes temporarios, a todos los escritores que sobreviven en la memoria de los lectores a través de las citas de sus escritos, la reedición de ellos o la mera y simple mención de sus nombres. Desesperados, viven una vida gris, tediosa, esperando que citas y libros se agoten para poder así, finalmente, ser catapultados en la tan ansiada “nada”.
La guía del narrador, su Virgilio (Tina Halein, seudónimo de Kathinka Zitz, una mediocre escritora del siglo XIX), que en la superficie trabaja en un quiosco de diarios y por la noche vuelve a su departamento en el Eliseo, está retratada con los habituales ingredientes cínico-eróticos que Schmidt reserva a sus protagonistas femeninas.
Al final de su accidentado periplo de veinticuatro horas, antes de volver a la superficie de la Tierra y luego de prometer que no hablará de todo lo que acaba de ver allá abajo, el autor pregunta: “¿Cuál es entonces la mejor receta para una buena vida terrenal?”, a lo que Tina responde: “Retirarse al campo. Ser tonto. Copular. Tener el pico cerrado. Ir a misa. Si en el horizonte asoma un gran hombre, meterse en el establo: ¡allí puedes estar seguro de que no irá a buscarte! Votar en contra de la alfabetización y a favor del rearme nuclear”.
A veces pienso que Schmidt hablaba en serio.