Adivinanza dominical: ¿usted piensa que el Grupo Clarín apoya a Macri? ¿Sostiene a Macri? ¿O encubre a Macri? Las primeras tres respuestas acertadas ganan un kit para escuchas ilegales, una cartuchera con balas de plomo, un CD con las mejores fotos de Pepe Mateos (incluyendo las de Kosteki y Santillán) y la obra completa de Vicente Battista. ¡Un premio de locura! Porque de eso estamos hablando, del Borda, de la locura y, por supuesto, de su relación íntima con la cultura y la literatura. De manera subterránea, pero no por eso menos evidente, en estos días desfilaron por delante de nosotros La nave de los locos de El Bosco y la interpretación de Foucault en su Historia de la locura en la época clásica, el Elogio de la locura de Erasmo, y las luchas políticas de la antipsiquiatría de los 60 (libros como los de Laing y Cooper, sobre los que habría que volver), textos de Louis Wolfson (sobre los que azarosamente nos detuvimos aquí mismo el domingo pasado) y El anti-Edipo de Deleuze y Guattari, Cemitério dos Vivos del gran Lima Barreto y la Conference du vieux colombier de Artaud; y por qué no, entre nosotros, La locura en la historia de Ramos Mejía, que más de uno intentó leer a contrapelo para encontrar algo más que mero positivismo (para entender el positivismo como una forma de locura), y también La locura en Argentina de Hugo Vezzetti, libro que habría que reeditar. Y, por supuesto, del otro lado (la locura siempre tiene un “otro lado”: se llama represión), la peor tradición de la tele y el cine mainstream, la S.W.A.T. de los 70 y el Robocop de los 80, para acercarnos ya no en clave mediática sino política a la maldita policía del peronismo de los 90 (herencia directa de la Sección Especial de la policía creada en los 50 por Perón) y el uso asesino que históricamente hace de la policía el republicano Partido Radical (de la Semana Trágica al 19 y 20 de diciembre de 2001). Estos textos y muchos otros, toda esa tradición, en la que se entremezclan locura y represión, pensamiento y literatura, política y negocios, medios de comunicación e intereses concretos, atravesó nuestros cuerpos en las últimas semanas, generando efectos aún imprevisibles, que van más allá de lo que la clase política está en condiciones de comprender. Pensaba en todo eso cuando en una librería de viejos ubicada entre Villa Urquiza y Parque Chas, barrio que prácticamente nunca frecuento (pero donde sé que viven varios de los mejores editores y editoras argentinas), encontré La locura de un gentleman. Autorretrato de un psicótico en Inglaterra de 1830 hasta 1832, de John Perceval, en una bella traducción de Ramón Alcalde, en la igualmente bella y ya extinta editorial Carlos Lohlé. Perceval, hijo de un primer ministro de Inglaterra, fue calificado como insano e internado en institutos especiales. A la salida de dicho encierro escribió el libro en cuestión, una pieza mayor en la historia de la literatura introspectiva, hecho sobre la base de alucinaciones, juicios morales, plegarias religiosas y un formidable odio al trato que las fuerzas públicas le dispensaron. El pasaje en el que un policía lo empuja y vuelve a encerrarlo en el hospicio merecería una reflexión más profunda y extensa que la que estoy en condiciones materiales e intelectuales de hacer. Por cierto, Perceval transcribe algunos de sus poemas favoritos, como éste de Byron, del que transcribo el final: “Nadie, salvo uno, el más desdichado de todos./ Que no era apto para ser camarada de aquellos,/ Que revive lentamente en la angustia y la enfermedad:/ ¿No sentiré enojo contra quienes me colocaron aquí?”.