Acaba de terminar Tecnoescena, un festival de teatro y tecnología. El teatro –que tiene licencia para robarle al presente casi cualquier cosa, incluso sus lucecitas de colores– puede también prescindir alegremente de toda tecnología.
Nos tocó disertar –bastante aterrados– frente a un público real y uno virtual: gente (¿público?) que veía el debate en vivo desde sus casas, la ñata contra el monitor. El anonimato de los cyberamigos –se sabe bien– da vía libre para intercambios sintácticos de una violencia inusitada. Pese a todo, sobrevivimos: suele ser una violencia inocua.
Lo más curioso fue el testimonio de un psicólogo que contó –preocupado– cómo algunos pacientes asumen una vida virtual y se deprimen horrores cuando sus amigos sónicos no escriben. Y hacen terapia. Un amigo sónico, me parece, es más bien como un Tamagochi. Alguien con el que se intercambian regalos pixelados. Alguien con recursos lingüísticos limitados a emoticons y conexiones dial up, intermitentes y endebles, pero con una ganas enormes de dar amor. Sí: cuando uno tiene amigos de este tipo, es lícito deprimirse si no dan señales de vida. El cambio tecnológico no afecta sólo al teatro (poniendo computadoras o luces robotizadas, cuando hay guita); afecta –ante todo– al lenguaje, que es el primer cuerpo buscado por el virus. El homo sapiens, derivado en homo píxel, no hace más que proyectar su mundo afectivo a todas sus relaciones, ahora ligeramente más virtuales; llama “amigos” incluso a estos “amigos sónicos”. En unos años, esta palabra se habrá estirado para significar ambas cosas a la vez, y olvidaremos que un amigo era aquel capaz de escucharnos llorar sin íconos, o de prestarnos plata, o de cuidar a nuestros gatos en las vacaciones