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Los Barone

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Escucho por la radio que ante la falta de pruebas dejaron en libertad a los dos sospechosos del asesinato del colectivero Daniel Barrientos. Reynaldo Sietecase entrevista a uno de los liberados y toda la comunicación del asunto se me hace algo esquiva. Ni los periodistas ni los oyentes terminaremos de saber por qué fueron ellos dos los únicos acusados. Solo podemos trazar un delgado hilo argumental que empieza con la evidente coincidencia de sus nombres: Alex Gabriel Barone (de 19 años) y Gabriel Alejandro Barone (de 24). Ninguno sabía de la existencia del otro y se conocieron durante la detención de 21 días, una reclusión que –según ellos mismos sostienen– fue completamente arbitraria. Alex dijo también al aire que los detuvieron apenas para mostrar que la Justicia estaba haciendo alguito. Había que alejar el asunto hirviente de la agenda en esa semana tan intensa, que tuvo también a Berni como protagonista.

Sin ser detective, se me hace elemental que alguien cantó un nombre y que la policía fue a buscar como quien dice en Google: Axel Gabriel y Gabriel Alejandro tuvieron la mala suerte de llamarse más o menos igual, más o menos como el nombre de alguien que otro alguien debe haber señalado como el culpable. Los trataron bien y los soltaron. Pero me cuesta imaginar que veintiún días en cana te salgan totalmente gratis.

Afortunadamente fueron solo veintiún días y tal vez haya un pragmático antecedente para que la cuenta no se haya hecho tan larga: la película El Rati Horror Show, el documental de 2010 dirigido por Enrique Piñeyro y Pablo Tesoriere que cuenta la historia de Fernando Carrera, un hombre común condenado a bastante más de veintiún días de cárcel, más exactamente treinta años, que no fueron un error sino una manipulación atroz de una causa judicial originada en la Masacre de Pompeya. Carrera era un tipo común, casado, con tres hijos, sin antecedentes, que fue baleado por policías de civil al confundirlo con unos ladrones que aparentemente estaban persiguiendo. El primer tiro le pegó en la mandíbula, lo dejó inconsciente y en ese estado –y al volante– atropelló y mató a tres personas. Luego los policías le dispararon a matar, más precisamente con dieciocho tiros, pero Carrera sobrevivió. Lo llevaron a juicio. Fraguaron toda la causa para tapar el error, en alegre connivencia con el más total absurdo: manipularon evidencias, opinión pública, testigos (como el falso peluquero, finalmente amigo de la Comisaría 34a que copó los medios) y la realidad en general. Media vida entera perdida por ese error criminal.

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Como drama, no se me ocurre peor pesadilla para el hombre común, ese que somos todos: que de un día para el otro tu identidad te sea arrancada de cuajo por la desgracia y la mentira, además de los balazos.

Como espectador, agradezco la existencia de una película que –quizás– esté allí para siempre como modelo y como advertencia.

Esta va para los que a veces dicen –decimos– que el cine no sirve para nada. Si un acto de justicia se basó en la preexistencia de este film, todo el gremio puede dormir una eternidad tranquilo.