No fue tarea fácil la que le tocó a Roboam. Nada menos que suceder en el reinado a su padre, Salomón. En primer lugar, se sentía, y lo era, seguidor de la línea monárquica del rey David, y además no había heredado precisamente un paraíso político de su padre. Salomón había comenzado bien su mandato, pero culminó sus días encerrado en su propio laberinto, alejado del calibre emocional y espiritual que requería su cargo y con gran parte del pueblo descontento.
Roboam lo sabía, y toma una saludable primera medida de gobierno: acude a los consejeros oficiales del palacio real. Estos ancianos y sabios asesores le informan de la realidad política del país. Nada más apropiado para un estadista que conocer la verdad fáctica de los hechos que debe resolver. El pueblo se siente contrariado por la dureza de las últimas medidas de gobierno de Salomón y agobiado por la creciente presión tributaria. Le sugieren bajar los impuestos y acercarse al pueblo con un genuino espíritu de servicio ciudadano. Pero Roboam no sólo da la espalda al consejo de los sabios sino que toma una decisión tan inesperada como desacertada: pide un nuevo consejo, esta vez a jóvenes que habían hecho de su cercanía amistosa al rey un ejercicio obsecuente. Estos jóvenes inflados en su propia fantasía de la realidad le aconsejan “redoblar la apuesta”, aumentar los impuestos y endurecer la gestión de gobierno. Roboam toma la peor medida política de su reinado: pone en práctica a rajatabla el consejo de sus inexpertos asesores juveniles. El resultado es tan triste como conocido. El reino se divide inexorablemente.
Este texto bíblico de 1 Reyes 12 puede ser para muchos sólo un relato histórico de casi tres mil años de antigüedad. Para otros, una enseñanza universal sobre los actos de gobierno y la sabia búsqueda de consejeros. Para unos pocos, quizá una pintura de una realidad política. Queda en manos del lector la exégesis que desea hacer de la historia.
*Biblista evangélico.
