Se acaba de lanzar la versión remasterizada de los LP originales de los Beatles. Obviamente, cada vez cantan mejor y los entendidos afirman que el sonido es excelente, aunque los primeros vinilos del cuarteto se grabaron con un sistema subestándar para la época. Pero nadie se daba cuenta, ya que se los reproducía en aparatos tan precarios como el Wincofón, un tocadiscos automático, popular, manuable y destinado evidentemente a los sordos. Para no hablar de las presentaciones en vivo. La famosa actuación de 1965 en el Shea Stadium de Nueva York (la primera vez que una banda de rock tocó en un estadio) combinó la histeria colectiva que las imágenes han inmortalizado con la imposibilidad de escuchar absolutamente nada. A diferencia de otros ídolos posteriores, la fama de los Beatles le debió muy poco a la tecnología. Aun sus primeras apariciones en el cine –los dos felices largometrajes dirigidos por Richard Lester– tuvieron mucho menos de producto al servicio de la discográfica (como fueron, por ejemplo, las películas de Elvis) que de celebración de esa alegría explosiva tan característica el grupo en sus primeros años.
La carrera de los Beatles fue muy corta. Transcurrieron apenas seis años desde el primer simple (Love me do, 1962) hasta el Album blanco (1968), cuando ya había quedado atrás el período en el que Lennon y McCartney trabajaban juntos. Pero bastaron ocho LP y unos cuantos simples para cambiarle la vida a mucha gente. Es poco probable que el sonido de un par de canciones pop cantadas en otro idioma vuelva a producir un efecto semejante, a volarle la cabeza a buena parte de los adolescentes del planeta que no sabíamos de dónde venía lo que oíamos y aún nos sentimos arrasados por una emoción semejante. En esos tiempos, la vida musical de los argentinos estaba (aún más que ahora) condicionada por las empresas discográficas. Se escuchaba solamente lo que el señor RCA, el señor Columbia o el señor Odeón (un sello alemán apropiado por los nazis, que EMI conservó sólo en territorios marginales como la Argentina o España) y sus filiales locales querían que se escuchara. Y los señores RCA, Columbia y Odeón querían que los adolescentes porteños escucharan el imitativo rock&pop en castellano de El Club del Clan o –para los progresistas o nacionalistas– las abrumadoras zambas de Los Fronterizos o Los Chalchaleros. Por afuera, para un público más adulto, también quedaba poco: los últimos años del tango, el lavado pop americano de la época, el jazz de salón y las canciones de San Remo. En ese desierto musical irrumpieron como un huracán los Beatles con su rockabilly, sus baladas, su ingenuidad y sus gloriosas armonías vocales.
Aunque esa música nos conquistó, no sabíamos lo que era. Nuestra experiencia con el rock’n’roll de los cincuenta había sido marginal y éramos completamente ajenos a las tradiciones del rhythm’n’blues, del country, del soul, del ska y del music hall británico que los Beatles fusionaron por primera vez en sus canciones. Como los periodistas a los que Lennon interrogó a su desembarco en los Estados Unidos, nosotros tampoco sabíamos quién diablos era Chuck Berry ni habíamos escuchado a Buddy Holly ni a Cliff Richard. Pero más aún nos sorprendió que esos años de vertiginosa creatividad desembocaran en letras más melancólicas y en experiencias musicales más complejas. Tanto que sus incondicionales no supimos bien qué pensar cuando escuchamos por primera vez el sonido electrónico de Revólver o las versiones con orquesta de El sargento Pepper.
Todo había pasado muy rápido y la mayoría seguíamos en el limbo musical. En 1968, cuando los Beatles estaban a punto de separarse y todavía no los habíamos terminado de entender, los Rolling Stones no habían entrado en su mejor período, el rock nacional recién despuntaba y ningún disco de Bob Dylan se había editado localmente. Pero el mundo era en colores.