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Los filos de la Máquina Hamlet

En PERFIL del 26/1 el director Carlos Rivas lanza una proclama en contra de un teatro al que, seguramente a falta de términos más precisos, describe como el de “cierto tipo de directores que aparecieron en los 90 (¡)”.

Rafaelspregelburd150
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En PERFIL del 26/1 el director Carlos Rivas lanza una proclama en contra de un teatro al que, seguramente a falta de términos más precisos, describe como el de “cierto tipo de directores que aparecieron en los 90 (¡)”. Pone este signo (¡), que yo interpreto como un eufemismo: ¡los 90 son los años del menemismo! Esta discusión, que nos precede tanto a él como a mí, lamentablemente se da siempre en una cancha medio embarrada. Esta columna tampoco es idónea para dirimir cuestiones tan arduas: la popularidad del arte, el elitismo de las vanguardias, los populismos y –en definitiva– el urgente y apasionante tema de la lucha de clases. A mí, como a otros que –por un sencillo cálculo de edades– aparecimos en los 90, y siempre enfrentados a ese sistema tan desgraciado que llamamos menemismo, su generalización me resulta ofensiva, inexacta y falaz.
Rivas cuenta una anécdota entrañable: una espectadora (a la que califica de gente usando unas bastardillas cuya intención real se me escapa), al no poder pagar la entrada para ver su obra, lo esperó en la puerta para pedirle entrar. A la semana siguiente se lo agradeció llevándole un frasco de dulce casero. “El capitalismo tembló”, escribe Rivas. La obra es un texto de Mamet, con Facundo Arana entre otros actores muy conocidos y tal vez muy buenos, y se hace en un teatro “comercial” (tal categoría es rara en Buenos Aires, pero mencionemos que la entrada cuesta $ 60). La cuestión –me parece– es entender por qué hay una señora (o miles) que no puede pagar los $ 60 y pide –como limosna– que se la deje pasar. Cosa que Rivas naturalmente hace, como todo caballero. Ese otro teatro que Rivas denuesta sin dar nombres (que yo deduzco quizá torpemente), ese teatro que nació en los 90 (ni siquiera hablaría yo de vanguardia, pero sí de un teatro preocupado por el orden imperante y las grietas por donde mostrar su tramposo estatuto), ese teatro que –sí, caray– a veces es aplaudido en Berlín (como en Porto Alegre, o en Santa Fe), ese teatro de Veronese, León, Bartís, Tantanian, Audivert, García Whebi, Pensotti, Daulte, Krapp, Lola Arias, nunca cobró esas entradas en los 90 (en plena fiesta menemista) y muy rara vez logra hacerlo ahora. ¡Y no porque no lo valga, en estrictos términos de mercancía! Sino porque a lo mejor aspira, por otro camino –eso sí–, a una idea última de justicia, más que de iluminada caridad. Estas obras que él acusa de incomprensibles para la gente han funcionado incluso muy bien con la gente (claro: en salas más chicas que la suya, y sin estrellas). Las entradas costaban, hasta hace poco, $ 10. Ahora cuestan $ 15, o $ 20, dependiendo de la suerte de las cooperativas que las sostienen como pueden. ¿Cuándo “tiembla” más el capitalismo? ¿Cuando se cambian hortalizas por boletos o cuando ciertas personas se reúnen en torno a un objetivo artístico –tal vez errático– repartiendo por igual magras ganancias (y pérdidas) y funcionando a la manera de una fábrica tomada por sus operarios, haciendo así del Sentido su Capital? ¿Cómo reparte las ganancias el elenco de Rivas? ¿Qué sistema reproduce? Yo sería cauteloso antes de hablar de Sentido (atacando de yapa al que hace –por convicción– otra cosa), y antes de juzgar si realmente el capitalismo está en jaque cuando ocurren estas demostraciones de dulzura tan deseables. Y complejas. ¿De verdad cree que este teatro nuestro se alimenta sólo de snobs descerebrados que bajan de taxis cuyas puertas son abiertas por chicos que aspiran Poxi-ran? Le ruego que no ofenda. ¿“Sofisticados espectadores”? ¿No serán bastante más sofisticados los que pueden pagar esos precios? Y por favor, dejemos de hacer hablar a Shakespeare para que diga lo que nos conviene. No sabemos muy bien lo que diría. Heiner Müller lo intuyó, y las noticias no son buenas.