Desde hace mucho tiempo, por más que me esfuerzo, no consigo encontrar analogías entre hijos y libros. Es una disyuntiva ante la que me encuentro varias veces al mes, cada vez que alguien, en las redes, anuncia la salida de un libro propio aludiendo a que acaba de dar a luz un hijo. Es algo extraño de entender, sobre todo cuando la analogía proviene de un hombre, pero incluso pasando por alto ese detalle la cosa no tiene sentido. Así que detengámonos exclusivamente en las mujeres, que de eso pueden hablar, y olvidemos a los hombres, que al menos por el momento deberían admitir que del tema no saben absolutamente nada.
Un hijo, a causa del castigo divino, se pare con dolor (pero creo que esto es extensible hasta para quienes no son creyentes, aunque nunca se sabe): un libro no. En todo caso se trata de un dolor de otra especie, monetario la mayoría de las veces, si es el propio autor el que paga la edición, pero en cualquier caso publicar un libro es indoloro (e incluso escribirlo, pero hablemos de publicarlo). Al nacer un hijo, siempre y cuando los meses anteriores no hayan estado matizados de desgracias y sorpresas, comienzan los problemas (o al menos es posible que a partir de entonces surjan una serie de problemas). Cuando un libro se publica, lo que sigue es (la mayoría de las veces, y en los tiempos que corren, cuando el que escribe intenta por todos los medios no meterse en problemas) la ausencia de problemas. Si alguien hoy escribiera la obra cumbre de Paul Julius Mebius, La deficiencia mental de las mujeres, sin duda se metería en problemas, pero hoy nadie está lo suficientemente loco como para publicar algo semejante. Ni siquiera publicar: pensar. De modo que publicar un libro de cualquier especie carece de peligros, y el futuro, a diferencia del que se atisba delante de un recién nacido, carece de accidentes, es liso y llano como una pampa perpetua.
Un hijo debe ser protegido, cuidado, atendido, educado; un libro no. Un libro podría compararse al hijo de alguna de esas especies animales más desalmadas, como los cocodrilos, que en cuanto sus crías nacen se desentienden de ellas. Si alguien está dispuesto a ocuparse de su libro después de haberlo publicado, es porque tal vez debía ocuparse del libro antes de publicarlo. “Los libros no se terminan: se abandonan”, sentenció una vez Paul Valéry. El libro, una vez publicado, debería abandonarse a su suerte, no en un arrranque de probar su capacidad de supervivencia, sino porque, como el cocodrilo, su autor debería estar ya ocupándose de otra cosa: otro libro, por ejemplo.
A diferencia de los hijos, los libros pueden corregirse. Dado que los libros permanecen intactos mientras nosotros crecemos, algunos autores, si tienen la suerte de ser reeditados, prefieren retocarlos, adaptando la ciega inmovilidad del libro a su moviente presente. Corregir un hijo es tarea infructosa. Debe de ser por eso que la gente se obstina en seguir teniendo hijos: a lo mejor entienden la reproducción como un modo de corrección (no estoy seguro, solo aventuro una hipótesis).
En eso tal vez los hijos se parecen a los libros: unos tienen siempre el mismo hijo, que intentan mejorar una y otra vez si son obstinados, y otros escriben distintos libros cuando en realidad reescriben siempre el mismo.
Y ya que hablamos de gestar hijos debo recordar que hacerlos es muy fácil. En cambio, escribir un libro, en ciertos casos es muy complicado y requiere tiempo y esfuerzo, que como sabemos son esenciales para cualquier logro. A veces gestar hijos también requiere tiempo y esfuerzo, pero incluso considerando esos casos, escribir un libro es más difícil.