Estoy empezando a entender este asunto de la libertad. La libertad no puede ser un residuo de algo cedido a la fuerza, dividido como una rodaja de pan en disputa. Cada concesión tiene que ser voluntaria, elegida libremente. Cada uno de nosotros debe renunciar sólo a lo que elige renunciar, balanceando nuestra libertad personal con nuestra necesidad de cooperar con los demás, quienes a su vez están haciendo ese mismo balance. ¿Cuál es el número máximo de personas que puede conseguir algo así? Yo diría que es menos que una nación, menos que las comunidades ideales de Cabet, o Fourier. Yo diría que el número máximo es menos que tres. Dos es posible, si hay amor, pero tampoco es una garantía.”
Así nos hablaba en 2002 Stephen Dillane disfrazado de Alexander Herzen en 1849, durante una función de The Coast Of Utopia, escrita por Tom Stoppard un año antes, mientras Argentina se desmoronaba en una crisis que ahora, a la distancia, parece el paraíso de la oportunidad. La obra es difícil y dura nueve horas. Yo intentaba absorber el exceso de ideas sin distraerme de lo que pasaba en el escenario, fracasando, sin sospechar que lo que me acompañaría para siempre –lo que justifica su mención acá– era algo que no estaba escrito.
En un momento, el cónsul ruso en Niza le informa a Herzen que, por orden del Zar, debe volver a Rusia, donde sin duda lo meterán preso. Herzen se niega, lógicamente. El cónsul –un funcionario miserable y temeroso, hectortimermanoide– no puede soportar la idea de llevar esta noticia al Zar y sigue insistiendo como si no entendiera. “Uno de nosotros está loco,” escribió Stoppard, como comentario sarcástico al pasar deslizado por Herzen. Pero Dillane, uno de los mejores actores del planeta, decidió enunciarlo como un descubrimiento, una iluminación repentina.
—¡Uno de nosotros está loco!
Es lo que vengo diciendo desde hace tiempo, pero recién me doy cuenta de que hay que agregar los signos de admiración para que se entienda. La diferencia –el descubrimiento– es que existe la posibilidad de que el loco sea uno, no es una boutade, lo digo sin sarcasmo. En este diario, uno de los pocos medios que el kirchnerismo no controla por completo, se dijo la semana pasada que un funcionario actuará mejor moliendo a palos a sus contrincantes que ofreciéndoles dinero. Aún si los pocos que pensamos lo contrario tuviéramos razón –creo que sí la tenemos– sería necio no considerar como un problema propio el aislamiento social al que esta convicción nos condena. Artaud también tenía razón en muchas cosas, pero ninguna de ellas valía setenta sesiones de electroshock. No hay motivo para creer en las brujas, pero tampoco lo hay para ir y decírselo a Torquemada. Sin embargo, eso es exactamente lo que hago, en esta columna y en general, desde hace años, porque no lo puedo evitar. Esa compulsión tiene un costado noble, y también algo que está mal. En una cultura que naturaliza el uso de la violencia, todos los caminos del disidente conducen a la inmolación, y la inmolación es enfermedad, no hay inmolación sana.
No propongo identificarnos para siempre con Artaud y Richard Dadd. No me tienta la mística gótico-adolescente del incomprendido, ni creo que la convivencia democrática y la república sean desvaríos de loquitos sueltos. Detenernos en sus vidas desgraciadas es, en este caso, un ejercicio preparatorio para entrar en un terreno con más grises, sin que pueda confundirse con una relativización de los abusos del poder, como las que leemos cada vez más a menudo. Ya sabemos que son nazis, pero los que lo sabemos somos demasiado pocos; somos los locos del kirchnerismo, socialmente incapacitados para prosperar en una cultura que nos ignora, nos rechaza o nos esconde. Para entender por qué pasa esto, y para evitar que nos siga pasando, propongo ahora reevaluar una idea sesentista, perturbadora y fallida: la de que la locura es una construcción social. Empezaremos la semana que viene con R.D. Laing.
*Escritor y cineasta.