Siguiendo secreta tendencia, estas columnas ahora tienen 200 caracteres menos: leer de más resulta un lujo. Si uno compara con periódicos del 1900, farragosos en su retórica hormigueante de caracteres, el rumbo no entraña novedad: vivimos en épocas visuales y lo auditivo (que incluye la palabra dicha o escrita) retrocede. Poco apto para la síntesis y el tuiteo, no creo durar mucho tiempo más en esta práctica, que ha sabido ir de la literatura a la opinología, y de la reflexión peregrina directamente a la mera exaltación del yo.
La semana pasada pretendí echar pálida luz sobre cómo se titulan las notas (cómo se nombran) en el mundo periodístico. Pero es así con todo: nombrar a un hijo, titular un poema o salvar un archivo suponen el mismo procedimiento de asociación entre un contenido plural y un nombre brevísimo. Y en el nombre de la rosa está la rosa, más un kilo y medio de connotación. Me temo que en tiempos virtuales el nombre de las cosas pase a confundirse con un envase y perdamos de a poco la curiosidad de abrirlo a ver qué trae.
Mi nueva obra se llama Spam y trabajo con un videoartista que prepara unas animaciones y me las manda por mail, por Dropbox, por sucedáneos de reunión. El está en Cagliari y yo por todas partes: el método nos pareció adecuado. Pero como el archivo se llama “Spam”, supuestas autoridades alemanas bloquearon mi PC con un aviso temible, acusándome de descargar material ilegal, incluso pornografía, o enviar spam a mis contemporáneos. La obra no parece muy pornográfica pero puede que las tres cosas sean verdaderas, ¡que eso es escribir! Después me dijeron que ese aviso es un virus muy frecuente en Alemania. Nos acostumbramos a que los electrodomésticos tengan virus.
Así que no me extrañaría que adoptásemos un hábito más simple: que los nombres de las cosas borren definitivamente las palabras. Por ahora empezamos a mandarnos archivos de la obra nombrándolos simplemente “La_obra”. Nadie nos bloqueará. Pero es aterrador.