A veces, cuando tengo que viajar, entro a Internet y leo algo sobre la ciudad a la que me dispongo a ir. Esta vez mi destino era Frankfurt y, buscada en Google, su primera entrada lleva a Wikipedia. Leyendo en diagonal la historia de la ciudad y sus lugares turísticos, me llamó la atención un párrafo: “Sachsenhausen: el barrio más típico y más visitado. Tiene una gran variedad gastronómica, acoge la mayoría de los restaurantes y de las sidrerías de la cocina francfortesa”. Intrigado, al notar que había un link a Sachsenhausen, no dudé en clickear, y allí, siempre en Wikipedia, apareció esta referencia: “El campo de concentración de Sachsenhausen, ubicado en la población de Oranienburg, en Branderburgo, Alemania, fue una instalación construida por los nazis, para confinar o liquidar masivamente opositores políticos, judíos, gitanos, homosexuales y posteriormente a miles de prisioneros de guerra”. Luego, la página narra toda la historia del campo de concentración, muestra su actual museo de la memoria (Wikipedia muestra algunas fotos: un uniforme de prisionero, la zona de fusilamientos, etc.) y nada dice sobre el “barrio más típico” de Frankfurt. En fin, como Alemania misma, Wikipedia también está llena de lapsus y traumas a flor de piel.
También es interesante el link al aeropuerto de Frankfurt. Menciona varias veces su inmensa cantidad de comercios, casi como un shopping al que la gente de los alrededores va “de paseo y de compras”. En 1992, el antropólogo francés Marc Augé publicó su célebre libro Los no lugares, donde, en una perspectiva posmoderna y a la vez crítica de la posmodernidad, así designaba a ciertos espacios intercambiables donde el sujeto es anónimo; como los supermercados, los aeropuertos, los shoppings, las grandes cadenas hoteleras. El aeropuerto de Frankfurt vendría a ser algo así como un no lugar al cuadrado: aeropuerto y shopping, dos en uno, la suma del anonimato. El no lugar de Augé –categoría por demás trivial, esloganera, carente de densidad; aunque no es aquí el lugar para explayarme sobre el tema– marcaría el final de la tradición abierta por Baudelaire, la de la experiencia ambivalente de “la soledad en la multitud” como lo propio de la ciudad moderna. Baudelaire, como luego Benjamin, sentía rechazo y a la vez atracción por esa dimensión, ambivalencia que en la ciudad actual se habría perdido por completo, atrapada por la lógica del consumo de masas, la imagen televisiva y los grandes edificios vaciados de historicidad.
No me gustan los shoppings, los supermercados y los grandes hoteles (los aeropuertos me son indiferentes). Pero creo que menos aún me gusta un fenómeno global, expandido de Nueva York a París y de San Pablo al DF mexicano, y que puede leerse como la contracara (¿dialéctica?) del no lugar: la aparición de lo que podría llamar, si yo fuera un antropólogo marketinero, los “sobre-lugares”. Los lugares “excesivamente” personalizados, sobresaturados de individualidad, de búsqueda de identidad, de rasgos de autenticidad y de perfil de “lo pequeño es hermoso”. Dicho en otros términos: la aparición mundial, en cada ciudad, de barrios tipo “Soho”. Hoy cada metrópoli tiene su “Soho”, con sus restaurantes cool, sus bares ambientados, sus tiendas de ropa moderna, sus librerías cálidas, sus restos de cómo era antes (un taller mecánico por acá, un galpón por allí), sus ferias artesanales, sus turistas con botellitas de agua mineral, su especulación inmobiliaria, sus calles adoquinadas, su ambiente progresista. En Buenos Aires es Palermo ex Viejo, en Rosario es Pichincha, y así sucesivamente. ¡Cualquiera de estos días Sabbatella nos abre un Soho en Morón!
El monstruoso shopping recientemente inaugurado frente a la General Paz (que ya fue asaltado, a la semana de inaugurarse) sólo puede entenderse en sistema con el rápido y esmerado arreglo de las veredas y adoquines que Macri hizo en Palermo Soho. Ambos polos son dos formas distintas del mismo consumo.