En 1988 el francés nacionalizado estadounidense Gerard Debreu (1921-2004) concurrió a un encuentro de premios Nobel de Economía en París. Él había obtenido ese lauro en 1983 por sus novedosos métodos de análisis de la teoría económica y por su reformulación de la teoría del equilibrio general, inicialmente enunciada por León Walras (1831-1910). Según esta sería posible un equilibrio general y perfecto entre todos los precios y todos los mercados a partir de una equiparación generalizada de oferta y demanda. La fórmula para una sociedad feliz, más o menos.
Durante aquella reunión en París le pidieron a Debreu su opinión sobre la economía francesa. Respondió que no sabía y que no le interesaba, que lo suyo no era la economía real, sino la teoría. El episodio es relatado por Bernard Maris en su Carta abierta a los gurús de la economía que nos toman por imbéciles, libro de 1999, traducido al castellano en 2015. Maris, doctorado en Ciencias Políticas, economista, ensayista y periodista, fue uno de los asesinados el 7 de enero de 2015 durante el asalto terrorista a la redacción del semanario francés Charlie Hebdo, donde trabajaba. Pensador de aguda inteligencia, sólida formación y palabra filosa e indomable, este libro, uno de los veinte que escribió entre ensayos y novelas, vale la pena de ser leído en un tiempo en que los economistas posan como estrellas, adoptan (y les es concedido) el papel de oráculos y no cesan de disparar teorías, vaticinios, explicaciones y especulaciones que una y otra vez se alejan de la realidad, aunque no por eso dejan de influir en la vida de millones de personas gracias a la credulidad, la ignorancia o el oportunismo de quienes, desde diferentes funciones públicas o privadas, les ceden timones.
Maris pone la respuesta de Debreu como ejemplo e insiste una y otra vez, con argumentos contundentes y claros, lejanos a la jerga especializada siempre confusa, en que la economía no es una ciencia, que el famoso equilibrio general jamás se registró a lo largo de la historia y que, por la misma dinámica de las sociedades, constituidas por seres humanos (tan diversos como imprevisibles, indomesticables e inclasificables) nunca será probable. Se pregunta por qué un piloto de avión, un cirujano, un ingeniero y hasta un policía o incluso un político (aunque en estos últimos dos casos no siempre) deben rendir cuentas por sus errores mientras eso jamás ocurre con un economista. Califica a los mercados de “vastos burdeles” en los que prevalecen la extrañeza, la aberración, el desequilibrio, la indeterminación, el desastre, el cajón de sastre y el desorden y desafía a los economistas que aspiren a honrar ese título a que acepten que “el modelo del equilibrio general está definitivamente muerto y enterrado”.
La reciente declaración de Joseph Stiglitz sobre el “milagro económico argentino” parece un homenaje involuntario al indignado manifiesto de Maris y una prueba viviente de la liviandad, la impunidad, la carencia absoluta de empatía por los seres humanos sufrientes, que no son números ni estadísticas, y el desconocimiento ya no de la economía real sino de la vida real que, más allá de premios (el Nobel marcha sin prisa y sin pausa hacia el desprestigio final en muchas de sus ramas), afecta a los gurúes. Con ecuanimidad en su mirada, Maris no deja afuera al FMI. “El Fondo siempre vuelve con la misma receta”, dice. “Arrasar a las clases medias, explotar a los pobres, pagar a los ricos”. Esto no debería ser citado como argumento a favor de su pésima gestión por los negociadores locales de la deuda, puesto que, a ellos, con el ministro de Economía a la cabeza, les caben todos los sombreros que reparte Maris. Cuando especialistas y autoridades económicas apabullan con cifras y estadísticas, dice este en su Carta abierta, disfrazan el discurso político, un discurso autoritario que no está hecho para ser comprendido sino aceptado. Y, además, aceptado con miedo. Todas las cifras son oscuras, agrega, porque el capitalismo navega en la oscuridad.
*Escritor y periodista.