Compré una novela de la que había leído buenas críticas y acerca de la cual varias amigas me habían dicho que era muy buena. Trae una foto del autor en la solapa: muchacho simpático. La novela resultó un engendro insoportable. Cómo engañan los retratos, pensé. Y siguiendo la ruta de los pensamientos, que en mi caso suele ser andrajosa y peligrosa, díjeme que todos los retratos engañan y sobre todo ahora con el photo stop; no: photo clock; no, bueno, algo parecido. Pero siempre fue así. Los simulacros son si no andrajosos, sí peligrosos porque son pero no son. A una nena le dan una muñeca pero no es un bebé. A un maniquí le ponen un vestido violeta y zapatos de charol y cartera animal-print pero no es una persona. A una escultura la paran sobre un pedestal pero no es una señora embarazada que se acaricia la panza. Detrás de la cortinita asoman los títeres pero no son payasos. Alguien cuelga una de esas horribles máscaras de los mares del sur en la pared y no es una cara pero mete miedo. Claro que hay escultores y fotógrafos que son unos genios pero lo que hacen sigue siendo eso que es pero no es. Está bien, está bien, me paro frente al Balzac de Rodin y la emoción estética llega y me da un buen golpe en el plexo solar, es cierto, está bien. Pero no es Balzac. Deploro los simulacros. Tal vez sean necesarios. Las máscaras horribles colgadas de las paredes, no, definitivamente no. Pero quizá sí las muñecas y los títeres para quienes son capaces de afrontar esas cosas. Yo creo, ay disculpen, lo lamento mucho pero creo que a todo eso es preferible el Autorretrato de Messer Rembrandt o los retratos de las familias reales pintados por Velázquez, Goya y ese tipo de gente. Allí tiene más importancia lo que no es que lo que fue.