En la campaña presidencial de 1989 hubo una publicidad que probablemente hoy pocos recuerden, pero que está llena de enseñanzas. El candidato radical Eduardo Angeloz decía: “Porque cuando los actos terminen y los ruidos se acallen, cuando se acaben todas las promesas electorales, un hombre tendrá que hacer el duro trabajo de gobernar…”. Perdido en el olvido es, sin embargo, un texto clave para entender la relación entre palabra pública y política, tal como sigue funcionando hoy en día. Angeloz fue el primero en decir que, de un lado están las palabras, las campañas, las promesas, los discursos; es decir, “los ruidos” y del otro –cuando los ruidos “se acallen”–, el duro trabajo de gobernar; es decir, las reuniones, los acuerdos, los pactos secretos, las prebendas y los negocios. Lo que dice la política, desde Angeloz, es que entre uno y otro momento no sólo no hay relación, sino que el segundo momento (el trabajo de gobernar) puede ser exitoso únicamente a condición de oponerse y negar al primero (el discurso, la promesa).
Las últimas semanas estuvieron cargadas de discursos, actos, promesas y ruidos. De un lado, el Gobierno y del otro, un actor social al que los medios llaman “el campo” (sería interesante hacer una historia de la construcción mediática de los actores sociales. Entre ellos el insípido “la gente”, que no incluiría a otros grupos como “los piqueteros”, “los barrabravas”, “los sindicatos”, “los intelectuales” que, al tener una denominación propia, podría inferirse que no pertenecen a “la gente”). Y hora los actos se acallaron. Hay una tregua, al menos por veinte días. Si ya no hay palabras es porque se supone que están gobernando (gobernar es un acto silencioso). ¿Ya no hay posibilidades de decir nada más?
En los últimos cuatro años, “el campo” y el gobierno fueron socios objetivos. No importa si se llevaban bien o mal. Ser socios no significa ser amigos, aliados, colaboradores, adeptos. No. Lo que une a estos socios es el dinero. Como en casi todas las áreas, tampoco para “el campo” el Gobierno tuvo una planificación estratégica y progresista, sino que dejó que se sojizara, que grandes grupos concentren extraordinarias ganancias, y sobre esas ganancias les cobraba un impuesto (púdicamente llamado “retención”). Tan altas eran las ganancias, que “el campo” aceptaba discretamente ese impuesto. Ahora una de las partes (el Gobierno) decidió cambiar el acuerdo societario, y el otro socio no lo acepta. Eso es lo que ocurre, lo demás es secundario. No se discute ni la redistribución del ingreso, ni las necesidades específicas de los pequeños chacareros, ni mucho menos un plan progresista para que el campo se desarrolle fuera de la lógica del monocultivo. Por eso es muy extraño que muchos intelectuales se hayan visto en la necesidad de tomar partido por uno u otro bando, como si realmente estuviera en juego alguna otra cosa que una pelea por plata.
Como a estos socios lo que los une es el dinero, es habitual y esperable que uno conspire contra el otro. Los socios no piensan –como se piensa en el amor o en la literatura– que algo dura para siempre. La paranoia, la sospecha, el complot y finalmente la ruptura forman parte de la lógica de los socios. Por eso las disputas por dinero son violentas, peligrosas, terribles.
Y pese a todo, hay algo novedoso, algo que diferencia positivamente al Gobierno de otros anteriores: precisamente haber sido socio del “campo”. A lo largo de la historia, “el campo” nunca concibió al Estado como socio, sino como su empleado (rápidamente la oligarquía se dio cuenta de que su negocio no era comprar vacas sino hombres). Esto es lo que vuelve desconcertante el escenario: “el campo” no se resigna a que el Gobierno se le plante como socio, y el Gobierno no entiende por qué su socio quiere dejar de serlo. Y en el medio, claro, están los D’Elía y los Zorreguieta. Pero ésa es una historia conocida.