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Los tres fantasmas

En 1843 Charles Dickens publicó A Christmas Carol, su Canción de Navidad, también traducida a veces como Cuento de Navidad.

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En 1843 Charles Dickens publicó A Christmas Carol, su Canción de Navidad, también traducida a veces como Cuento de Navidad. Desde entonces, en un caso de notable influencia de la literatura en la vida práctica, la Navidad adquirió el carácter de una festividad más espiritual que religiosa, consagrada a recordar que la paz y el amor por los semejantes son posibles, al menos una vez por año. Esto es así, sobre todo en los países anglosajones, mientras que el resto del mundo aprendió que la Navidad es más (y menos) que la fiesta de cumpleaños de un dios gracias al cine de Hollywood y sus historias en las cuales esa fecha es el centro de acontecimientos mágicos y conmovedores.

El cuento de Dickens es genial por muchas razones, pero uno de los rasgos más originales del relato es el descubrimiento de que el pasado y el presente son tan misteriosos –y también tan siniestros– como el futuro. Recordemos brevemente la trama. En la noche de Navidad, el avaro Scrooge recibe la visita de tres fantasmas. El primero le muestra navidades pasadas, cuando él no era aún el ser detestable y mezquino en el que se fue convirtiendo. El segundo le hace ver, como quien prenuncia que el infierno son los otros, lo bien que la están pasando los demás en compañía de sus seres queridos, mientras, él está a solas con su resentimiento. El último le anticipa una muerte sórdida en medio del desprecio unánime. En el último capítulo –el menos creíble, pero necesario para que el lector no muera de tristeza–, todo resulta un sueño y Scrooge decide reformarse. Lo que hace el cuento tan angustiante, lo que hace tan temible el futuro, no es que vamos a morir (Dickens se encarga de subrayarlo introduciendo en el relato la muerte pacífica de un chico enfermo) sino que el modo en que lo hagamos será un corolario de nuestra vida y que es tan horrible contemplarnos en el espejo de la anticipación como en el de nuestra olvidada historia y en el de la mirada de nuestros contemporáneos. Los tres fantasmas de Dickens son sólo uno, el de nuestra conciencia que intuye lo que no quiere saber, especialmente que todo pudo haber sido diferente, pero ya es demasiado tarde.

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El último cuento de Navidad del que tuve noticia transcurre en Nazaret y es una película: El tiempo que queda de Elia Suleiman, que se exhibió en el Festival de Mar del Plata. Esta especie de saga familiar de un palestino de origen cristiano tiene más de un punto en común con A Christmas Carol aunque hay en ella un elemento completamente ajeno a Dickens, que es la Historia y su efecto sobre las biografías individuales. Pero también aquí los fantasmas del pasado y del presente construyen un futuro tenebroso. Lo que Suleiman ve en su infancia –a pesar de la activa militancia de su padre contra los ocupantes israelíes– es una convivencia posible entre adversarios que se desvanece a medida que envejece el extraordinario personaje de la tía, una antiheroína conservadora, pacata y golosa, que ocupa lentamente el centro del relato como testimonio casi impensable de una humanidad plena. Al mundo arcaico que la vieja representa, Suleiman le contrapone su variante moderna, representada por una escena de absurda cursilería frente a un arbolito luminoso, en la que una mujer chino-americana canta en karaoke un tema de Céline Dion. Es como si una dificultosa forma de relación entre los seres humanos hubiera dado lugar a un simulacro globalizado cuya contrapartida es el muro, la opresión a los palestinos y el odio sin remedio. La visión de Suleiman no satisface ni a los ocupantes de su tierra ni a quienes exigen su expulsión incondicional. Pero desde lejos, su Navidad puede ser tan emotiva como la de Dickens y, de paso, nos remite a nuestros propios fantasmas, a la pregunta sobre si lo que hicimos hasta aquí no nos llevó demasiado lejos en el camino hacia una discordia irreparable. Felices fiestas.