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Prejuicios y temores, aceptaciones y rechazos, de todo eso vivimos a lo largo de las horas y de los días y ni cuenta que nos damos.

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Prejuicios y temores, aceptaciones y rechazos, de todo eso vivimos a lo largo de las horas y de los días y ni cuenta que nos damos. Ni siquiera pensamos en el asunto, a menos que pertenezcamos a la raza de los que dependen de eso pata el diario yantar, que diría el caballero de la triste figura. Pero es bueno de vez en cuando darse una vuelta por esos resbalosos, coloridos y saludables terrenos. Se lo propongo a usted, querida señora, porque yo no soy muy útil en esos menesteres: puedo urdir cuentos y aplicarlos a ciertos personajes que vienen del mismo terreno que las peripecias, pero me resulta difícil y a veces hasta desagradable eso de invadir terrenos ajenos en los que gentes más avisadas que yo han dejado ya su impronta. ¿A qué viene todo esto? A mis útiles de trabajo que vienen a ser, usted ya sabe, las palabras, eso que es el síntoma sonoro y gráfico de nuestra manera de ser humanos. Y es que las palabras no son “solo” eso sino que nos rodean y nos condicionan y nos van modelando a su saber y entender. “Estamos hechos de palabras”, dicen los que saben. Y, sí, y eso es maravilloso. Y más maravilloso es si lo tenemos en cuenta. De vez en cuando, por lo menos. Ben Okri, ese señor poeta, dice que hay que tener cuidado con las historias que leemos o que imaginamos, porque ellas van modificando paso a paso el mundo en el que vivimos. Y se me ocurre, dígame si no es un pensamiento que cae del cielo y se nos mete en las circunvoluciones de las células grises como les llamaba Monsieur Poirot. Es un buen ejercicio. No hay que dejarse dominar por la tentación pero es bueno practicarlo de vez en cuando. Hurra por el diccionario, pero a ni dejarse tentar por su utilidad porque el diccionario es un tipo con muchos dobleces. Demasiados. Y hay que saber contenerlo dentro de límites que le corresponden Yo sé lo que le digo, Mientras tanto, eso sí, sigamos la huella de las palabras. Desde el balbuceo hasta la sentencia filosófica. Es útil, es saludable, es necesario. Y vamos descubriendo, con los años, que seguimos viviendo como especie en gran parte por eso, por el poder de las palabras.