En Brasil hay un candidato a las elecciones de 2018 que es el símbolo del combate a la corrupción. Y hay otro que se volvió un símbolo de la corrupción. Uno de los competidores se autotitula “paz y amor”, alguien capaz de dialogar con todos, aun con quienes estén en sus antípodas políticas. Otro advierte que se convertirá en una cobra venenosa si lo atacan. Hay uno que aplicó la cartilla del FMI a la letra, mientras que otro, por el contrario, se pasó toda su juventud gritando “Fuera el FMI”. Y está también ese aspirante al Palacio del Planalto que votó contra el Plan Real y aquel que se benefició como ningún otro del cambio de unidad monetaria del cruzeiro al real.
Bajo el gobierno de uno de los candidatos a la elección, los ricos se volvieron más ricos. En el gobierno del otro, los pobres se volvieron menos pobres. Uno hace que los brasileños enrojezcan de vergüenza por la imagen que da del país en el extranjero, y otro es el más famoso y aclamado de todos los estadistas locales fuera de Brasil. Uno ama a Dilma Rousseff y otro detesta lo que el gobierno de ella significó.
Uno lidera las encuestas en todos los escenarios posibles y al otro la Justicia puede impedirle presentarse.
El candidato del que se habla en estas líneas es Lula. Solo Lula. O “la metamorfosis ambulante”, como él mismo se definió en 2007, parafraseando un verso del roquero psicodélico brasileño Raul Seixas (1945-1989).
Si el metalúrgico reformado que estaba condenado al anonimato pero se volvió un fenómeno global de popularidad pudiera competir el próximo 7 de octubre, ¿qué candidato será? Y si gana, ¿qué presidente será?
¿El obrero implacable que, de barba negra y tupida, casi siempre serio, megáfono en la mano izquierda y la mano derecha en ristre, despotricaba a los gritos desde los techos de un auto contra el FMI? ¿El líder popular carismático que llevó a un batallón de estudiantes, intelectuales y artistas a acompañarlo en la creación del Partido de los Trabajadores (PT)? ¿El eterno perdedor de elecciones, caratulado de comunista y bolivariano, que denunciaba las injusticias de la cobertura mediática de la campaña electoral y asumía el papel del valiente luchador contra la corrupción instalada en Brasilia?
¿El jefe de Estado, ya de barba gris, bendecido por el pueblo, que elevó a 50 millones de compatriotas miserables a la sociedad de consumo, recibió la aprobación del 80% de los electores y fue, según Obama, “el político más popular sobre la faz de la Tierra? ¿Aquel que mientras sucedía esto les guiñaba un ojo a los dueños del PBI y hacía de los patrones y empresarios, a quienes antes demonizaba, socios de whiskies y cigarros? ¿El líder del PT que dijo que jamás supo que decenas de miembros de su partido, comenzando por sus más íntimos brazos derechos, asaltaban los cofres públicos y pagaban mensualidades a diputados para que aprobaran sus proyectos? ¿El político, pragmático hasta la médula y hábil como un Maquiavelo tropical, que en la piel de su álter ego Lulinha paz y amor recibió a Collor de Mello y a otro como él en una tenebrosa transacción de poder y se tornó socio del PMDB de Sarney, de Temer y de tantos otros caciques?
¿O la reserva moral del país, ahora de barba casi blanca, que llama “golpistas” a aquellos con quienes se amancebó en el pasado y que, acosado por la Justicia, maldice la operación Lava Jato y amenaza con convertirse “en una yarará”.
Signifique lo que signifique el término, el “pueblo”, aquellos que antes de Lula ni siquiera soñaban tener una heladera, mucho menos una casa, o terminar la escuela secundaria, y mucho menos entrar a la universidad, y hoy tienen sus llaves en la cartera y un diploma en la pared, no tienen dudas en festejarlo y en votar por él. Signifique lo que el término signifique, el “mercado”, esa volátil entidad que aplaude las reformas liberales de Temer, no tiene dudas en execrarlo y en votar por cualquier otro antes que por él.
Pero el “pueblo” y el “mercado” deberían tener dudas. Porque Lula, 72 años de vida y 37 de política, aun siendo el político más conocido de Brasil, es una duda permanente. Es todo, y no es nada. Es esa metamorfosis ambulante.
*Periodista portugués radicado en Brasil. Gentileza Diário de Notícias, de Lisboa.