Incapaz de entender cómo funciona el tiempo virtual, me perdí la festichola: la apertura de las Olimpíadas –merced a una practiquísima superstición– no coincide con la Apertura de las Olimpíadas. Busco en Internet algún video de eso que tanto encantó a tantos. A todos. Que un mismo evento (llámenlo ficción, propaganda, negocio o lo que quieran) encante a todo el mundo es algo digno de mi mayor interés. Y conste que el mercado –en este menudo encargo que recibió Zhang Yimou– era nada menos que el mundo entero. Es decir: un combo mixto de gustos y contradicciones.
¿Qué diré entonces yo, que no vi la apertura de los Juegos Olímpicos? Sólo que, cuando la busqué, hallé únicamente polémicas, los platos sucios de una fiesta acabada. Gustar a todos –se ve– debe pagar altísimos impuestos.
Primer escándalo: que algunas de las hipnóticas imágenes estaban pregrabadas y las insertaron sin que nadie se diera cuenta. Chapeau. Es más difícil lograr esto que armar un buen espectáculo en vivo. Además, el evento estaba concebido por TV y para –repito– el mundo entero, y no para los poquísimos asistentes que llenaban el estadio.
Segundo escándalo: que la cantante chinita de nueve años fue reemplazada por otra que hacía playback pero que era más linda. Y daba una “mejor” imagen de China. En fin. ¿Qué esperaban? ¿El Himno Tibetano? ¿Una coreografía de obreros ensambladores de zapatillas Adidas? ¿Y si las Olimpíadas cayeran en Buenos Aires y todo esto lo tuviera que preparar Leonardo Favio con 2008 gauchos retobados?
Tercer escándalo: que Beijing se ha vestido de parque temático. Las calles fueron limpiadas de linyeras. El propio Zhang Yimou –otrora director maldito y relegado por la burocracia china– ahora es el encargado de forjar una imagen de China entre las naciones del mundo. Bah, la primera nación del mundo.
Adoro la estética de Yimou, donde conviven apabullantes lo grande y lo pequeño. Lamento llegar tarde a este acto de magia, cuando –como en toda prestidigitación– se me revela el truco. Para lograr esta proeza estética hay que decidir no ver lo feo. Parece que el plan estatal funcionó. Algunos creen incluso que el hombre norteamericano pisando la Luna fue también un plan estético forjado con fines políticos.
Pero igual creo –y ojalá no se me entienda mal– que no hay mejor definición de la belleza: su primera función –mucho más que la de mostrarse a sí misma– es la de suprimir el horror, taponarlo con la corporeidad de su bulto. ¿Quién dijo que lo bello absoluto es necesariamente bueno? Lo bello tiene una función operativa. China lo sabe.