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Maní con chocolate

<p>¿Qué otras cosas puede vender la televisión, ahora que no se venden los goles? Películas y sexo. Las escalenas dimensiones del conjunto que se llamaría “cosas que hay que pagar para ver en la intimidad” –y que incluye los términos fútbol, cine y sexo (hecho por otros)– me lleva de manera obscena a asociar contemplación, identificación y voyeurismo.</p>

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¿Qué otras cosas puede vender la televisión, ahora que no se venden los goles? Películas y sexo. Las escalenas dimensiones del conjunto que se llamaría “cosas que hay que pagar para ver en la intimidad” –y que incluye los términos fútbol, cine y sexo (hecho por otros)– me lleva de manera obscena a asociar contemplación, identificación y voyeurismo. La primera coincidencia es evidente: las tres cosas –parece– siguen siendo facturables.

Pero ahora que para identificarse fanática y virtualmente con once tipos tras una pelota ya no habrá que pagar casi nada, los vendedores salen a ofertar lógica y enfáticamente sus otros dos productos. Y han empezado a llamar a casa a lo pavote para ofrecer cosas irresistibles. Yo decidí darle a la señorita que me llamó una chance de explicarse. No sé. Pensé que tal vez el pan de esta chica temblorosa dependiera de su capacidad de venderme algo. Las chicas temblorosas y las chocolatineras de los cines me hacen saltar las lágrimas. Pensé en la solidaridad de 2001, cuando los restaurantes progre preferían comprarle los grisines a Grissinopoli (la fábrica administrada por sus obreros). Así que hice de mi tiempo un moño y escuché la complicada oferta: mitad de precio por cada cosa codificada que antes me hubiera costado el doble. Pero me daban a elegir entre un paquete con ciertas películas (y cierto sexo) y otro con otras películas (y otro sexo). De goles ya no se habló.

Sus intentos por describir esas “ciertas” películas (las del paquetón Movie City) frente a las otras (HBO) eran enternecedores, como los intentos de las chocolatineras por vender maní con chocolate viejo, un asco sólo consumible en la impune oscuridad. Todas las películas son más o menos iguales y entran bien en las clasificaciones de géneros que ya están inventados más allá de Cablevisión. ¿Qué nuevo corte, qué nueva escisión derivada del deseo de venderte dos productos en vez de uno solo pueden ofrecer los ingenieros del marketing? El tema me apasionó de repente. Las señoritas son obligadas a hacerte creer que unas películas son de “acción para el hombre” (supongo que esto incluye el subrubro motos, autos chocadores, asesinos con armas de caño largo, héroes de guerra), o “románticas con algo de erotismo”, o estrenos de casi anteayer, o sesudas películas culturosas europeas o fabulosas ligeras americanas. Todos rasgos axiológicamente positivos. Así cuesta elegir. No ofrecían, por ejemplo, cosas fáciles de no comprar, como la franja “emboles para el ama de casa deprimida”, ni “aventuras de college californiano para adolescentes pajeros” ni “grandes fracasos de la pantalla grande americana que se verán directamente en VHS en nuestro país”. Yo iba a comprarle por caridad (y por $ 13,50 finales mensuales) cualquiera de los dos paquetes. Pero no ambos. Porque había decidido ser solidario con la chica (la cara humana del capitalismo), pero no adherir mansamente a los mercenarios que se escudan detrás de esa vocecilla vacilante. Sin embargo, el asunto se tiznó del todo cuando ella y yo pasamos a la cuestión del sexo. Había también dos variantes, y para ahorrar habría que conformarse con una sola: “alto erotismo” en Playboy y “sexo explícito” en Venus. Yo podría haber ejercido mi derecho de hacerme informar en esa voz vacilante las diferencias técnicas entre alto erotismo y sexo explícito. Pero tenía muchas otras cosas que hacer, y rechacé todo sexo.

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Corté y saqué cuentas: hacía tres meses que ni prendía la tele. Siempre me pasa lo mismo. A la hora de lo que allí se me ofrece, siempre tengo otras cosas que hacer.