Que Daniel Alberto Passarella haya ganado las elecciones en River es un mensaje que deberían leer todos los dirigentes de fútbol, o bien los que aspiran a serlo. Es más, en el orden nacional, Francisco de Narváez se forjó una carrera política con dinero. Después, le agregó dos o tres frases hechas de esas que suman con el “ABC 1”, se mostró en familia muchas veces, siempre prolijito y de hablar cortito. Pero su candidatura y la imposición en la consideración pública la consiguió con plata, con una campaña millonaria.
Lo que hicieron Rodolfo D’Onofrio y Antonio Caselli se pareció a lo de De Narváez. Ninguno de ellos era conocido por el gran público del fútbol y, gracias a sus campañas, que incluyeron presencia constante en los medios, se hicieron tan conocidos que hasta influyeron en las encuestas. El que no daba primero a D’Onofrio lo daba a Caselli y viceversa. Pero en las urnas ganó el que iba a entrar “tercero”: Passarella. Allí es donde D’Onofrio y Caselli no se parecieron a De Narváez. El colombiano ganó, ellos perdieron. Lo que pasó el sábado (de que Passarella llevaba más votos de los que decían y de la aparición en la pizarra de un resultado irreal) no vamos a contarlo acá. Ya se habló demasiado y la Justicia determinó que el capitán del Mundial ’78 es el nuevo presidente.
Desde que llegó a River una noche de 1974, desde Sarmiento de Junín, recomendado por el tucumano Raúl Hernández, Passarella dejó la vida por el club. Se venía un partido con Boca en Mar del Plata, y nada menos que Pipo Rossi le dijo: “Pibe, esto no es un Sarmiento-Argentino de Rosario, esto es un River-Boca… ¿Se anima a jugar?”. Passarella respondió como lo hizo toda su vida: “Yo me animo… Hay que ver si usted se anima a ponerme”. Jugó de lateral izquierdo, no le dejó tocar la pelota a Mané Ponce y hasta estrelló un zurdazo en el travesaño. Esa noche comenzó su ciclo en Primera en el país, donde la única camiseta que vistió fue la de la banda roja cruzándole el pecho. Cuando Pastoriza quiso llevarlo a Boca en el ’88, año en el que Daniel decidió emprender el regreso desde Europa, le dijo que no, por respeto a la gente de River. Por eso uno, como observador imparcial, escuchaba y veía con dolor cómo cualquier mamarracho lo acusaba de ser hincha de Boca. Quienes conocemos a Passarella sabemos que eso fue en su infancia. Como en su infancia, por ejemplo, Maradona era hincha de Independiente, Carlos Bianchi de River, Enzo Trossero y el Beto Alonso de Racing o Bochini de San Lorenzo… La vida –sobre todo la de los futbolistas– gira sobre su eje varias veces. A nadie se le ocurriría hacer campaña diciendo “Alonso es de Racing” o “Bianchi es de River”. Sería ridículo.
Passarella volvió al club rápidamente tras su retiro. Alfredo Davicce –que en estas elecciones apoyó a Caselli– lo convocó en una situación difícil del club. La gestión Santilli-Di Carlo había naufragado en términos económicos y la gente cambió el rumbo del club abruptamente. Daniel se convirtió en entrenador y se arremangó. Y como no había plata para traer jugadores, fue a ver las inferiores. De allí, puso en la Primera a muchos pibes, con apellidos que hoy son ilustres: Ortega, Gallardo, Almeyda, Crespo… Afirmó una dupla de volantes tremenda, que fue clave en la obtención del Clausura ’91 (Astrada-Zapata), revitalizó a Medina Bello, trajo al Polillita Da Silva y repatrió a Ramón Díaz. Todo, con austeridad. Se peleó con un barrabrava en Mar Chiquita, lo hirieron con un cuchillo en la riña, casi lo matan. Ganó el torneo ’89/’90, el Clausura ’91 y el Apertura ’93, con pocas compras rutilantes (Gamboa, el Negro Cáceres) y otras de más bajo perfil (Pepe Albornoz). Hasta que se fue a la Selección.
En el medio de su trabajo como entrenador nacional, a Passarella le pasó lo peor que le puede ocurrir a una persona: su hijo Sebastián, de entonces 19 años, murió en un accidente de tránsito. Esa marca jamás lo abandonó, pero él tuvo el temple para convertirlo en una modificación positiva de su carácter. Aquella obsesión por el pelo corto y los aritos desapareció hace mucho tiempo. Se hizo más comprensivo, abrió su cabeza y se acercó a sus dirigidos, pero sin perder autoridad.
Su último paso por River como técnico no fue tan exitoso en términos de títulos, pero a diferencia del anterior le ganó a Boca un par de veces y no perdió el buen ojo para elegir futbolistas: catapultó a Primera a Gonzalo Higuaín, Juan Pablo Carrizo, Augusto Fernández, René Lima y Gonzalo Abán. A Higuaín lo iban a prestar a Chicago para que jugara con el hermano, Carrizo era suplente de Lux, Fernández no era ni suplente. Passarella los puso, les dio continuidad y el club vendió a los tres en una suma cercana a los 40 millones de dólares. Además, Daniel fue el único entrenador que ayudó en serio a Ariel Ortega, poniéndose a su disposición y la de su familia las 24 horas, seriamente y sin poses públicas.
Lo veía al Káiser (único apodo que puse en mi vida) exultante en su asunción y pensaba en el destino. Ese destino de grandeza que Passarella llevó siempre consigo, aun en momentos deportivos duros (eliminación en el Mundial ’82 como jugador, eliminación en el Mundial ’98 como entrenador) tendrá que acompañarlo ahora más que nunca. Su amado River Plate está en un estado terminal, tras el peor gobierno del que se tenga memoria. Llegó la hora de poner de pie al gigante.
El socio de River parece haber entendido todo. La elección que hizo fue perfecta: sólo un Gran Capitán puede hacerle frente a cualquier tormenta…