El arte de la política suele propiciar la instalación de focos de atención que encandilan, poderosos imanes para apresar la mirada y la pasión de la sociedad, a efectos de distraerla de lo que el poder pretende mantener oculto o alejado de la opinión pública, sea por cálculo, estrategia o simplemente por la incapacidad de resolver problemas difíciles que afectan a la mayoría.
Durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la sociedad fue convocada y movilizada por grandes debates que, además de su importancia, servían a efectos de la concentración y afianzamiento del propio poder del gobierno. Así ocurrió con el matrimonio igualitario, la identidad de género y el voto a los 16 años, por ejemplo. Ahora, el gobierno de Mauricio Macri opera de modo similar con la puesta en marcha de una de las más difíciles cuestiones que tiene que enfrentar la legislación argentina, cual es la despenalización extensiva del aborto, mucho más allá del alcance limitado de la interrupción del embarazo por violación, en el que ya sentó jurisprudencia la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Escaso interés tiene cuestionar el uso de las oportunidades, acusando al gobierno de turno de someter a la política al marketing. Es una crítica que se ha oído estos días, sobre la decisión del Presidente de habilitar la polémica. A CFK no se la criticaba mayormente en términos de marketing sino por la intransigencia en el trámite parlamentario, que dejaba a la oposición sin muchas posibilidades de intervención real. En cualquier caso, lo que verdaderamente importa es el valor intrínseco de esos debates –y sin duda el de la despenalización del aborto lo tiene–.
Sentidos. Lo curioso es que mientras el gobierno de Cristina instauraba esas cuestiones para ganar la discusión, orientada a favor del lado progresista de la controversia, Macri pareciera hacerlo con sentido contrario. El mensaje es, implícitamente repetido incluso desde la apertura de la Asamblea Legislativa: “Promuevo la posibilidad de que se sancione una ley que despenalice el aborto, pero yo y mis principales colaboradores estamos en contra”.
Aquí, el Presidente elige el camino de la incorrección política de cara a la opinión pública mayoritaria –identificada en este caso con el lado progresista de la porfía–.
Excepto que el conejo en la galera sea sorprender con incorrección política, pero esta vez dirigida contra los miembros de su propio club. Ese pase de magia sería el único camino para que en este caso el foco encandile al adversario y distraiga a la masa: de lo contrario, tanto si gana la votación apoyando el rechazo como si la pierde, igualmente pierde, sea en los recintos del Palacio o en la calle y la opinión dominante.
Bien haría entonces el Presidente en repartir sus votos en las cámaras con calculadora en mano para que salga la despenalización, incluso si su convicción es la contraria. Argumentos hay buenos para las dos posiciones, aunque más variados, eficaces y abundantes a favor de consagrar la ley por la que militan desde hace tiempo muchos colectivos de mujeres –pero no solo de mujeres–. Más allá de la perspectiva moral personal, lo que cuenta aquí es cuál es la política más compatible con las exigencias de una sociedad democrática en el estado de cosas de la civilización contemporánea.
Pero allende las posiciones de fondo en el asunto mismo, ¿acaso debemos pensar que Macri es nuestro Sun Tzu de la política, y cuando lo esperemos en la derrota conservadora nos sorprenderá por la retaguardia con un conejo progresista? Difícil es alimentar esa expectativa, a la luz de los varios errores no forzados cometidos en estos dos años de gestión: desde el desbarajuste de las tarifas hasta la reforma previsional, que provocó esa especie de Intifada en la Plaza de los Dos Congresos a fin del año pasado.
De menor voltaje y profundidad, otro debate de la semana es el concerniente al “hermanito boliviano”. Que si hay que cobrarles salud y educación a los extranjeros, o bien exigir un trato recíproco igualitario para los argentinos en los países de origen de esos pacientes o estudiantes… etc. Un debate que podría volverse legítimo si se lo da en serio y en profundidad, no como una chicana de cabotaje.
Insultos. Pero la semana política nos deja otra cuestión que no es tan obviamente trascendente como la despenalización del aborto, ni tan acotada y efímera como la que apela al nacionalismo espontáneo, más asediado por fantasmas que por realidades. Me refiero a los insultos al Presidente, perpetrados por manifestaciones masivas en diferentes volúmenes, lugares y circunstancias. ¿Debemos preocuparnos por ello como sociedad, estemos a favor o en contra del Gobierno? ¿O es una anécdota más de una sociedad demasiado inclinada al estallido violento, pero que no pasa de ahí, como suele decirse?
Preocupa la falta de respeto por la investidura presidencial, ¿espontánea o inducida? En nuestra sociedad, las únicas investiduras que parecen respetarse son las consagradas por la fama, o como mucho la de los ídolos populares cuya dimensión se ha vuelto mítica. En cambio, las que se sostienen en el orden constitucional se encuentran debilitadas o perdidas. Pasó con CFK, pero después de muchos años y de confrontaciones extremas. Vuelve a pasar ahora con MM, cifrado en las siglas MMlpqtp, (pero ya pasó no bien asumiera, cuando se escuchó otro cantito, asemejando el gobierno que se iniciaba –este– a una dictadura).
En un reciente artículo sobre el tema, Eduardo van der Kooy buscaba una hipótesis explicativa, que no redujera el episodio a folclore futbolero. Y no parece reducirse a ese ámbito, al que el gobierno le gustaría confinarlo.
Aprovechemos la similitud de las siglas, y con una M menos asombrémonos de que ni durante ni después de los diez años de menemismo, proliferaron carteles Mlpqtp. ¿Habilidad política de aquel liderazgo? Quizá, pero en todo caso no solamente.
Podría pensarse que aquí es la sociedad misma la que debiera comportarse con incorrección política, digo en relación con la historia desde mediados del siglo XX a esta parte: perdonarle casi todo a un líder no peronista y casi nada a un líder peronista. Pero no; más bien se requiere que equilibremos el péndulo y encontremos un nuevo parámetro para nuestra propia corrección política, en la que el debate sea debate, el adversario ocasional solo eso, y el otro argentino –y el otro latinoamericano, me gustaría agregar– sea ese irremplazable prójimo sin el cual mi vida entera se ve disminuida.
*Ex senador, filósofo.