COLUMNISTAS
Lealtades

Mauro Zárate

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El hábito social de oponer la lealtad y la traición es sensato y razonable y funciona en diversos órdenes: puede ir desde la esfera política (en la que el justicialismo, por ejemplo, atesora un Día de la Lealtad) hasta la esfera de las vidas privadas (en la que, hasta no hace mucho, existía una sanción judicial para las infidelidades conyugales). Se entiende pues la oposición (que, en el fondo, no es sino una oposición moral) entre leales y traidores, entre fieles y felones.

Pero hay un punto no menos verdadero, y acaso más interesante, en el que la lealtad y la traición se conjugan. Fue Borges quien muy bien lo comprendió y lo expresó, en Tema del traidor y del héroe, en Tres versiones de Judas. Hay un punto en el que puede ser preciso traicionar para que exista una lealtad más profunda, hay un punto en el que puede ser preciso traicionarse (desdecirse, contradecirse, volverse otro de sí) para hacer posible una lealtad determinada. ¿Cómo entender, si no, por caso, la lealtad (por lo demás, tan enfatizada) de Elisa Carrió hacia Mauricio Macri, a quien tanto y tan bien antes había defenestrado? ¿O cómo entender la de Alberto Fernández hacia Cristina (por lo demás, tan repentina), que es el doblez de un doblez de un doblez?

La nítida contraposición de términos es evidentemente más cómoda. Pero existen también estos incómodos corrimientos: que una nueva lealtad se funde con el gesto de una previa traición. Se protesta por la traición. Pero es la nueva lealtad lo que en verdad más molesta.