COLUMNISTAS

Memoria y dictadura

El aparato de propaganda K insiste en marcar a supuestos cómplices militares. Y en castigar a quienes no opinan igual.

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En el comienzo fue Tato Bores. Aunque, en realidad, el comienzo comenzó mucho antes. Quizás cuando se organizó una especie de linchamiento simbólico a algunos periodistas en Plaza de Mayo, o cuando el aparato de propaganda estatal decidió que tal o cual serían los símbolos de la complicidad con la dictadura y el kirchnerismo se consagró con burocrática eficiencia a la reescritura del pasado. Cuenta el filósofo franco-búlgaro Tzvetan Todorov en La memoria amenazada que el emperador azteca Itzcoatl, a principios del siglo XV, había ordenado la destrucción de todas las estelas y todos los libros para poder recomponer la tradición a su manera; un siglo después los conquistadores españoles se dedicaron a su vez a retirar y quemar todos los vestigios que testimoniasen la antigua grandeza de los vencidos. “Tras comprender que la conquista de las tierras y de los hombres pasaba por la conquista de la información y la comunicación –sigue Todorov– las tiranías del siglo XX han sistematizado su apropiación de la memoria y han aspirado a controlarla hasta en sus rincones más recónditos.”

¿De qué manera reescribir el pasado significa modificar el presente? ¿Pueden las víctimas del pasado convertirse en una casta privilegiada? ¿Cuál fue la culpa individual y cuál la colectiva? ¿Dónde se encuentran los enemigos del sistema? ¿Cómo identificarlos? ¿El olvido y la memoria son términos contrapuestos o complementarios? ¿Puede existir una selección “oficial” de la memoria o cada uno tendrá derecho a buscar su propia verdad de los hechos? ¿Cuán profunda es la grieta?

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HUESPEDES Y TURISTAS

—Estoy desesperado.
—¿Usted está desesperado?
—Sí.
—¿Está verdaderamente desespe-
rado?
—Sí, sí, estoy desesperado.
—¿Duerme?
—Sssí... Sí.
—Los desesperados no duermen.

Los argentinos no sólo nos comportamos –como escribió alguna vez Mallea– como huéspedes de hotel. También hemos sido turistas de nuestro propio destino; tipos a los que nunca nada nos termina de pasar del todo: recordamos hoy la dictadura militar como la invasión de un grupo extraterrestre que aterrizó para sojuzgar a 30 millones de argentinos democráticos y pluralistas. Nadie, nunca, golpeó a la puerta de los cuarteles. Recuerda Héctor Schmucler en El olvido del mal. La construcción técnica de la desaparición en la Argentina, citando a Pilar Calveiro: “Los militares ‘salvaron’ reiteradamente al país a lo largo de 45 años (…) a su vez, sectores importantes de la sociedad civil reclamaron y exigieron ese salvataje una y otra vez”. “La congregación militar –sigue Schmucler– no es necesariamente un cuerpo extraño al conjunto de la Nación.” El peronismo tuvo como punto de arranque el golpe de estado del 4 de junio de 1943, y el entonces coronel y luego general Juan Domingo Perón nunca dejó de reivindicar su pertenencia al Ejército. La idea de construir un “ejército nacional” puede interpretarse como una síntesis casi paródica del espíritu que inspiró desde un principio a la organización Montoneros, escribe el sociólogo fundador de la revista Pasado y Presente.

La militarización de las organizaciones guerrilleras (así como sus purgas internas, los códigos moralistas de convivencia o los intentos de “proletarización” de los militantes, algo así como excursiones para chicos de clase media en las zonas de clase obrera) ha quedado sepultada bajo el nebuloso mito de los 70: chicos de pelo ensortijado y ojos soñadores (la “juventud maravillosa”) que tiraban margaritas sobre los tanques en la Primavera de Praga. Aquellas imágenes traen otras: la del importante poeta argentino que me contó sus encuentros, en París, con su “responsable” de la “orga”: ambos llegaban a un ignoto departamento vestidos de civil, pero se cambiaban antes de la reunión, poniéndose el uniforme montonero; luego del encuentro volvían a cambiarse y salían a la calle. El ascendiente militar se filtró en el lenguaje y por eso todos aceptaron con pasmosa naturalidad la orden de “aniquilamiento” dada por Isabel Perón para combatir al ERP en Tucumán. Perón, más coloquial, ya había advertido en hacer “tronar el escarmiento”, luego de señalar que “a los enemigos, ni justicia”. La democracia no era, no fue, en aquellos años, un valor en juego: era una timorata excusa de la burguesía, una trampa, un ardid de los poderosos para seguir en su mundo de privilegios. La guerrilla argentina combatía por el socialismo y, en una minoría, sólo aceptaba el camino de las urnas como una especie de atajo mientras la lucha por el socialismo se hacía presente. La guerrilla nunca ejerció su derecho a combatir la opresión porque no sólo combatió a las dictaduras sino también a los gobiernos democráticos: la Carta Abierta a Cámpora firmada por el ERP o las tomas de cuarteles del Ejército por los Montoneros durante el peronismo dan muestra acabada de ese punto.

Sería ocioso discutir aquí el comienzo de la espiral de la violencia: la sangre llegó al río mucho antes, en el golpe del 30, o mucho antes, con las guerras civiles, o los asesinatos políticos, o mucho después, con los fusilamientos de José León Suárez y la proscripción del peronismo. En cualquier caso, el “clima de la época” favorecía las respuestas rápidas y el socialismo parecía quedar a la vuelta de la esquina: por eso podían morir colimbas en los ataques o dispararle a un secuestrado desarmado en un sótano podía convertirse en un ejemplo de heroísmo.

Lo que vino después fue inimaginable: los secuestros, las desapariciones, los niños nacidos en cautiverio, la censura y el miedo. Viví esos años en la Argentina sin ejercer el periodismo: fui mozo de bar, acomodador de cine, dactilógrafo por horas. Volví a la profesión el día de las elecciones, el 30 de octubre de 1983, haciendo una suplencia de movilero en el informativo de LR3 Radio Belgrano. Se instaló en aquellos primeros meses de la democracia el “Show de los NN”: la misma sociedad que se había callado la boca hasta la derrota de Malvinas asistía ahora al “destape” de los derechos humanos: el horror al alcance de todos; los “servicios” más comprometidos se daban a la fuga y quemaban las naves intentando vender su información:
—Yo estuve en El Olimpo. Quiero hablar.

Milicos haciendo planos de campos de concentración en las servilletas de los bares. La locura y el vértigo de las confesiones: catarsis, ganas de vomitar. Cubrí el juicio a las juntas desde el primer día, cuando desembarcamos en Tribunales unos 200 periodistas de todo el mundo. Tres meses después éramos menos de veinte. Era insoportable escuchar todo eso, día tras día: la voz de los que habían vuelto de la muerte. Los militares habían dejado el poder a regañadientes: la APDH grababa el juicio pero no podía ser difundido por la televisión y se editaba secretamente en Télam. Un par de años antes, una bomba había volado la redacción de El Porteño en San Telmo y otra voló después la planta transmisora de Belgrano. Alfonsín nos deseó Felices Pascuas y aprendimos que la palabra “obediencia debida” no tenía traducción en otro idioma: obéissance due o due obédience no quería decir nada en el resto del mundo, cuando aquí significaba impunidad para miles de personas. En esos años tuve frente a frente al “Paqui” Forese, torturador de Orletti, que me dijo mirándome a los ojos: “Los caminos de Dios son insondables”, y después llegó Página/12 y los rostros de los desaparecidos comenzaron a aparecer en avisos gratuitos, diarios, en cada aniversario, y comenzó también la pelea contra los indultos de Menem, convencidos de que la grieta iba a cerrarse a fuerza de justicia, si ésta llegaba, alguna vez. Después pasó todo lo que pasó, hasta que un juez federal, Gabriel Cavallo, derogó la obediencia debida y los juicios comenzaron de nuevo. Y yo pensé entonces, por primera vez, que la grieta iba a comenzar a cerrarse. Pero sucedió todo lo contrario.

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