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el arte de lanzar al nio por los aires

Memorias de Nochebuena

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Ni el límite de los inviernos (“¡adentro: a tomar la leche!”) ni el límite de los veranos (“¡adentro: ya está la cena!”) regían para estas noches. Estas noches nos ofrecían la dicha incomparable de la libertad de horario, un milagro de la infancia que no hacía sino reforzar el efecto de emancipación tan propio de las vacaciones. El tiempo nos pertenecía. Y era tal el goce de ese dominio que no nos importaba siquiera no saber, en ocasiones, cómo llenarlo.

En Núñez, para entonces, en esos años en los que fuimos chicos, pasaba un auto muy cada tanto, y era casi una noticia cuando ocurría. Jugábamos por eso en la calle, que era nuestra en lo sustancial, tirando centros desde una vereda hasta la otra (todavía hoy, para mí, un árbol y una pared conforman inmediatamente un arco) o subiendo y bajando cordones en zigzag de bicicletas (todavía hoy, tanto después, distingo por reflejo las bajadas de garaje más propicias para eso).

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En Nochebuena esos juegos duraban hasta muy tarde. Había que llegar sí o sí hasta las doce, y eso en todas las familias de la cuadra. El verano y las vacaciones lo decidían sin alegatos posibles: nada ni nadie podía retenernos dentro de las casas. Pasada la cena pronta, salíamos a la calle a jugar. Era tarde y lo sabíamos; hubo un año, inclusive, en que llovió, y ni eso interrumpió nuestra fiesta de intemperie. Los grandes, adentro, redondeaban el pollo frío o empezaban a partir los turrones; los chicos, afuera, nos adueñábamos del barrio y del mundo. Podíamos gritar los goles sin un eco de chistidos, la explosión de un pelotazo en una persiana sucedía sin sanción.

A las doce menos diez, era hora de volver para el brindis. Fabián y Hernán Pablo (los dos hermanos del fondo), Hernán de al lado, Luisito (el de la vuelta), Mariano y Diego (de enfrente), Martín Montoya, Mariano González: cada cual volvía a su casa, a chocar el vaso de coca contra la copa de sidra de las tías o los padres, los abuelos. Doce y cinco, doce y diez, volverían a salir a la calle, a jugar hasta que se nos ocurriera.

Eran quince o veinte minutos más o menos. Yo prefería esperar en la calle, en mi casa era un día como tantos. La explicación más formal sobre el tema (para ellos era el Mesías y para nosotros en cambio no) no decía demasiado en la niñez. Era expresión de una diferencia un tanto abstracta, pero por eso mismo absoluta: para ellos era noche de fiesta, para nosotros no lo era en este caso; para ellos habría Papá Noel y regalos, para mí una conciencia vana de la fábula fraguada y la espera de otra fecha (6 de enero) que por alguna razón sí se admitía; para ellos había una Santísima Trinidad (el misterio de ese hijo del padre que a la vez era el padre del hijo, más la complicación del Espíritu Santo), a nosotros nos tocaba otra clase de creencia, de rito, de fabulación.

Durante esos quince o veinte minutos, la calle quedaba entera solamente para mí. ¿Y yo qué hacía? Daba vueltas con la bici, practicando andar sin manos; o pateaba la pelota solo, usando como frontón el mármol blanco (pero manchado) de mi casa. Hacía esto o aquello, pero en lo fundamental esperaba. Tiempo suspendido, tiempo vaciado, tiempo puro, tiempo pleno, todo lo que en el futuro leería y escribiría sobre el tema de la identidad y la diferencia habría de responder en cierto modo a aquellas lejanas noches, a las sucesivas nochebuenas de los años de mi infancia.

Los amigos de mi cuadra iban reapareciendo por fin. Parecían los mismos de antes, y lo eran en lo esencial; pero volvían como portadores implícitos de un enigma, de una especie de secreto de las escenas familiares recién vividas. Ninguno me preguntó nunca qué había hecho yo durante la espera. Era un pacto, y funcionaba: ese tiempo no había existido. Esperar era mi asunto, asunto de los que decidimos decir que no a aquel supuesto Mesías y seguir esperando a otro, al de verdad, al que vendría. Pero de esto en rigor no se hablaba, no pensábamos en el tema siquiera. Otra cosa nos importaba más: ponernos de acuerdo en cómo iba el partido de fútbol que había sido interrumpido, y determinar si lo íbamos a jugar a diez, a doce o a quince. Otra clase de final no habría, porque estas noches no tenían límite.