Perdido en la fascinación por las palabras, amo las compuestas de vocales abiertas y consonantes blandas (alhelí, albahaca, almohada, azucena, Ana) y aquellas que contienen promesas de sentidos amplios. Durante mis años tempranos recorría las librerías de Corrientes y ojeaba, por ejemplo, las ediciones pequeñas y portables que en saldo prometían títulos como Proslogion o Monadología. En esos títulos el misterio abría sus alas amplias, y al comprar los libros anticipaba deleites y aventuras del pensamiento, mundos de contemplación. Pero vez tras vez, mi dificultad para ascender a las cimas del razonamiento abstracto y la falta de personajes que encarnaran las ideas y llevaran adelante la acción me sumían en el desconcierto; entreveía, también dificultosamente, que un concepto enviaba a otro y este a un tercero y así sucesivamente, formando una trama extensa y quizá finita, pero demasiado abierta para los límites de mi comprensión y mi memoria.
Esas áridas montañas a ascender, propias de los citados textos de San Anselmo y Leibniz y de tantos otros, no me disuadía sin embargo de mi propósito, solo modificaba el rumbo. A cambio de lo buscado me encontraba a gusto leyendo a los prologuistas, que habían hecho el esfuerzo para mí vedado y me permitían cierta clase de intelección que se aligeraba al mecharse con anécdotas sobre los filósofos abordados. A fin de cuentas, toda escritura es autobiográfica porque busca elucidar los asuntos que importan a su autor. Y los prologuistas, expertos en el arte de la divulgación, me acercaban a esas vidas y pensamientos notables.